Crucifixión y democracias
- Einjander
- 11 abr
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El drama que se desarrolló en el Gólgota hace dos milenios no fue una anomalía histórica, sino el primer manual completo de cómo las democracias devoran a sus propios hijos. Cuando la multitud, azuzada por los sacerdotes, clamó por la liberación de Barrabás —un asesino conocido— y exigió la crucifixión de aquel rabino galileo que solo había predicado amor al prójimo, quedó establecido un principio inquietante: la voluntad popular no es un faro de sabiduría, sino un espejismo fácilmente manipulado por quienes dominan el arte de la demagogia. Este episodio arquetípico contiene en germen todos los peligros que acechan a los sistemas democráticos cuando estos olvidan que las mayorías, lejos de ser infalibles, pueden convertirse en turbas sedientas de sangre con la suficiente retórica inflamatoria.
La paradoja es tan profunda como perturbadora: el mismo mecanismo que permite a los pueblos elegir a sus gobernantes —la regla de la mayoría— contiene el virus de su propia degeneración. Platón ya lo había intuido en La República cuando comparaba la democracia con un barco cuyo timón está en manos de una tripulación ebria, vulnerable a los cantos de sirena de cualquier demagogo que sepa tocar las cuerdas emocionales adecuadas. El filósofo ateniense no podía haber imaginado un ejemplo más perfecto que el juicio de Jesús, donde la racionalidad fue sacrificada en el altar del instinto gregario.

Los evangelios sinópticos detallan con precisión sociológica cómo se construye un consenso mortífero. Mateo describe cómo "los príncipes de los sacerdotes y los ancianos persuadieron a la multitud" (Mateo 27:20). Marcos añade un matice crucial: los líderes religiosos "incitaron" a la gente (Marcos 15:11). Aquí opera el mismo mecanismo que Gustave Le Bon analizaría siglos después en Psicología de las masas: el individuo en solitario puede ser racional, pero la multitud es un organismo emocional que piensa en imágenes simples y se mueve por contagio afectivo. Los sacerdotes del Sanedrín no presentaron argumentos teológicos contra Jesús; activaron los miedos atávicos de la población ante un posible levantamiento que atraería la ira romana.
Este patrón se ha repetido a lo largo de la historia con ropajes distintos pero la misma esencia. En 1793, la Convención Nacional francesa —emblema de la democracia revolucionaria— envió a Danton y luego a Robespierre a la guillotina siguiendo los vaivenes de la opinión pública manipulada. En el siglo XX, las urnas llevaron al poder a Mussolini y Hitler mediante procesos formalmente democráticos. Como observó Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, el genio de estos líderes consistió precisamente en entender que las masas modernas, alienadas y desarraigadas, anhelan menos libertad que sentido de pertenencia, aunque este venga envuelto en discursos de odio.
El caso de Jesús y Barrabás revela además otra constante sociológica: la preferencia por el mal conocido sobre el bien disruptivo. Barrabás era un criminal convencional, un ladrón de caminos cuya violencia no cuestionaba el orden establecido. Jesús, en cambio, representaba una amenaza mucho más profunda: un revolucionario de ideas que cuestionaba las bases mismas del poder religioso y político de su tiempo. "Es preferible que muera un hombre por el pueblo", razonó Caifás según Juan 11:50, encapsulando la lógica perversa del utilitarismo político que sacrifica principios en nombre de una supuesta estabilidad.
Los teóricos de la democracia deliberativa, desde Jürgen Habermas hasta Martha Nussbaum, han intentado contrarrestar estos peligros proponiendo modelos donde la razón comunicativa y la educación cívica actúen como antídotos contra la demagogia. Pero el episodio del Gólgota sugiere que estas soluciones subestiman la fuerza de lo irracional en la política. Poncio Pilato, ese funcionario escéptico que según Filón de Alejandría "no era amigo de innovaciones", terminó cediendo a la presión popular no por convicción, sino por cálculo político. Su famoso gesto de lavarse las manos (Mateo 27:24) es la primera representación conocida de lo que hoy llamaríamos "teatro político": la simulación de inocencia mientras se permite la injusticia.
La lección que emerge de este análisis es incómoda pero necesaria: las democracias no mueren solo por golpes militares o conspiraciones elitistas; pueden suicidarse votando, aplaudiendo, clamando por soluciones simples a problemas complejos. Como escribió José Ortega y Gasset en La rebelión de las masas, "el mayor peligro para la democracia es la democracia misma" cuando esta degenera en gobierno de la muchedumbre en lugar de gobierno de la razón.
El mensaje de Jesús crucificado por voluntad popular resuena hoy con ecos proféticos: cada vez que una sociedad elige seguridad sobre libertad, orden sobre justicia, conveniencia sobre verdad, está repitiendo el mismo patrón que llevó a aquella multitud a gritar "¡Crucifícale!" mientras liberaban a un asesino. Dos mil años después, la pregunta sigue pendiente: ¿hemos aprendido a reconocer a los nuevos profetas que nuestras mayorías, manipuladas por modernos sacerdotes del Sanedrín mediático, están condenando al patíbulo? La democracia, como demostró aquel viernes de Pascua, no es un sistema perfecto, sino el peor sistema a excepción de todos los demás —pero solo si logramos protegerla de su peor enemigo: sus propios instintos autodestructivos.
Epílogo: El Fantasma del Gólgota
Cada vez que un líder populista demoniza a minorías, cada vez que los medios reducen debates complejos a eslóganes, cada vez que las redes sociales convierten el diálogo en linchamiento digital, el espectro de aquella crucifixión democrática vuelve a pasearse entre nosotros. Como escribió el poeta T.S. Eliot: "La humanidad no puede soportar demasiada realidad". Y es precisamente esta intolerancia a la complejidad lo que hace a las democracias tan vulnerables a repetir, una y otra vez, su pecado original: sacrificar a sus mejores mentes en el altar del conformismo mayoritario. La solución no está en renunciar a la democracia, sino en recordar diariamente que, como advirtió Sartre, "no somos libres de dejar de ser libres". Incluso cuando esa libertad nos lleve a elegir nuestros propios verdugos.
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