top of page

Cuento: El ritmo del deseo

  • Foto del escritor: Einjander
    Einjander
  • 30 mar
  • 8 Min. de lectura

Actualizado: 9 may

El estudio estaba envuelto en una luz cálida y dorada, como si el sol hubiera decidido quedarse a vivir entre esas paredes. El aire olía a madera pulida, a sudor fresco y a un perfume dulce y especiado que ella llevaba consigo, como una firma invisible. Era una morocha alta, de piernas largas y esbeltas, con unas nalgas que parecían esculpidas por manos divinas. Su nombre era Wanda, aunque todos la llamaban Wins, un sonido suave, casi juguetón, como una caricia en el aire.


Allí, entre los pasos simples y las risas nerviosas de los principiantes, ella destacaba. No solo por su altura o su figura escultural, sino por la manera en que se movía, como si la música fluyera dentro de ella, como si cada ritmo fuera parte de su esencia. Sus caderas se balanceaban con una naturalidad que hacía que todos los ojos se volvieran hacia ella, aunque los míos eran los únicos que no podían apartarse. El protocolo del baile nos obligaba a mantener una distancia respetuosa, pero algo en su mirada y en su sonrisa tímida me decía que ese espacio solo era una ilusión, un velo frágil que podía romperse en cualquier momento.


Era imposible no imaginarla más allá de las mayas que cubrían su cintura, nalgas y piernas hasta los tobillos. Cada vez que se inclinaba para ajustar sus zapatos de baile, la ajustada cobertura se ceñía a su figura todavía más, revelando la ropa interior que vestía, un detalle que me volvía loco. Mis ojos se detenían allí, imaginando la textura de su piel, el color de ese boxer o tanga, la forma en que sus nalgas se movían bajo la tela, como si estuvieran vivas, como si tuvieran su propio ritmo. Ella lo sabía, por supuesto. Lo sabía porque, varias veces sus ojos encontraban con los míos en flagrancia, pero, en ese instante, había un destello de complicidad, un juego silencioso que solo nosotros entendíamos.


Fingía no darse cuenta, pero sus mejillas se sonrojaban ligeramente, y sus movimientos se volvían más lentos, más deliberados, haciéndolos una invitación a sus adentros, una promesa de algo que no se atrevía a decir en voz alta. Yo la observaba con ojos de depredador, pero no había violencia en mi mirada, solo deseo, un deseo que crecía con cada movimiento de sus caderas, con cada giro que hacía que sus piernas se tornearan al ritmo de la música, sabiendo lo que hacía, pero sintiéndose protegida por la gente, por el estudio, por las luces, por la dinámica de la sesión.


En la danza, los toques son inevitables. Las manos se encuentran en una electrificante vibración, los cuerpos se acercan para intercambiar el sutil calor del aura personal, y la distancia se reduce hasta casi desaparecer. Con Wanda, esos toques eran diferentes. No eran casuales, sino cargados de intención. Cuando mi mano se posaba en su cintura para guiarla en un giro, sentía cómo su cuerpo respondía con leve estremecimiento, cómo se tensaba ligeramente antes de relajarse, como si estuviera entregándose a mi tacto. Ella no decía nada, pero su respiración se aceleraba, y sus ojos brillaban con una luz que no estaba allí antes. Yo tampoco hablaba, pero mis manos hablaban por mí.


En el ir y venir de los pies que ya había memorizado por cientos de horas de repetición, me daba el tiempo de deleitarme siguiendo, no solo su rostro o su cuerpo, sino el centro sexoso de su figura que alertaba a todos mis sentidos, construyendo una escena obscena. En menos de 3 minutos, duración promedio de alguna canción, hacía mía a Wanda en las posiciones más perversas, en escenas eróticas y casi pornográficas y dignas de un espectáculo que solo una pareja íntima puede disfrutar, un regalo de manos, dedos y lengua que no le daba a cualquiera, pero que ella disfrutaba solo con mi mirada.


Todo empezaba con la vista, que adquirían la capacidad de ver debajo de su ropa gracias a los poderes sexuales que uno desarrolla cuando posee una exacerbada energía de kundalini. Así, con los ojos podía empezar percibir su piel chocolatosa cubierta por una prenda, combinación de bikini y short color negro de encaje que dibujaba sutiles figuras en sus poderosas nalgas, que luchaba por ocular la belleza de su vulva. Luego de la vista, lo siguiente que se manifestaba era el tacto, sintiendo la tela ligeramente rugosa del cachetero solo un momento, porque el desliz que ágilmente hacía mi mano por debajo de la prenda, me permitía ahora, sentir la firmeza de sus músculos, la curva de sus glúteos, los canales de su entrepierna, y la suave fragilidad de sus labios inferiores.


En esos vaivenes manuales, que encendían sus motores dancísticos, hacían que la temperatura subiera, y por tanto también se va sintiendo; como sus caderas van perdiendo el control, porque tratan de adecuarse a la estética del baile, pero se contorsionan con movimientos inesperados, causados por el recorrido de los dedos que exploran con fuerza el terreno de su trasero, ahora desnudo ante el poder de mis manos que, quemaron el calzón cachetero negro de encaje que, en esa ocasión, cargaban, y que permiten a mi mano acercarse a su sexo de manera delicada y minuciosa, desesperándola, para que, en pida a gritos y contorciones que mis dedos rocen su clítoris, o se introduzcan dentro de su cavidad, como accionando el botón que permita salir el dulce líquido de su ser. Allí, es imposible dejar de lado el sonido, que era un recital de la excitación, por un lado, causado por el toque quemante de las manos y los dedos en la zona pélvica de Wanda, y lo audible de su saliva sexual, que burbujeaba en momentos y que se destapaba luego de un momento de contención, como una presa construida con placer. Los movimientos ágiles tenían sus propias ondas sonoras, que eran, por un lado, unas palmadas firmes que sonaban como el choque de los aparatos reproductivos humanos en una sesión de intenso placer, o, por otro, como un siseo cortante, que, afilado con mi experiencia de toques bailarines y sensuales, abrían las capas de piel de la mujer, para hallar, simplemente, cada vez más su desnudez.


Entonces, el olor, y el gusto aparecen al mismo tiempo... cuando el rostro se acerca al paisaje vaginal de Wanda, construido por la visión que la dibuja como una pirámide invertida, con su lado más largo a la altura de las crestas iliacas transitadas por la testosterona de los ojos y la nariz que puede oler a la mujer de una forma íntima, una secreción de perfume floral con un toque de sudor, que sin duda, sabría delicioso, mientras me preparo para explorar con la lengua el ángulo inferior de esa pitagórica y sexual forma. Y sin dudar, la lengua recorre de lado a lado, levantando piel quemada, transpiración de baile y ligera galvanización producida por la soltura estrogénica del momento obsceno, combinación que producía un sabor dulce, que probaba cada vez con más desesperación al sentirla como un majar delicioso que era absorbido por el órgano bucal húmedo, y que ella siente mojado y levemente áspero, causándole una combinación de dolor satisfactorio y calidez que sale de su piso pélvico.


Pero no solo su frente merece la sensación, sino también su retaguardia. Y es que, si en algún momento comenzó la visión fue por sus nalgas, siendo el punto medular de cualquier cosa que haya producido un pensamiento tan ardiente como este. Allí las formas cambian, y ningún matemático podría darle descripción a esa visión, ni mucho menos a ese sabor y a ese olor, un olor potenciado, todavía más por el alojamiento de las glándulas sudoríparas de la zona y otros órganos excretores que, a algunos podría causarles cierta incomodidad, pero del que yo, no me despegaría. El recorrido lingual sería una exploración ensalivada, haciendo movimientos propios de un nuevo idioma: el de la lujuria, que busca alcanzar cada poro de esa piel morena, juntándola con las papilas gustativas, recorriendo, primero en forma circular, abarcando la cara exterior de cada una de esas nalgas, mordisqueando tanto los puntos más altos como los más curvos de esa figura que distrae mi atención cada que veo, y luego, buscar con violencia el medio de esas protuberancias traseras, donde el olor y el sabor son todavía más fuertes, ofrecidos en un pasaje solo accesible para los más osados, como lo era yo, que recorre de arriba abajo ese congosto lascivo, que acentúa su calentura al ser recorrida tantas veces con la lengua, como una masturbación digital, siendo un atravesada con fervor muy impaciente y exagerado, como el de un hombre que prueba agua luego de estar muriendo de sed, y satisfaciéndose de ese néctar sudoral.


Y sin más opción que la obediencia, Wanda apertura cada vez más sus piernas y mostrándome su tesoro genital. Allí mi paladar se deleita con los sabores de esa combinación que acaba de tener: de la dulzura de su cintura, con lo salado de sus nalgas, y ahora, buscando el ácido de sus entrañas. Porque, al primer toque de la lengua, los sentidos ahora bailan en combinación, ella estremeciéndose al sentir una combustión que ahora la abruma, pero que no quiere apagar, obligándola a luchar contra la sensación de caer rendida ante lo que disfruta, y él percibiendo el sabor ácido de su néctar ventral, un sabor que me hace sentir total satisfacción por que he logrado extraer la pureza de su esencia, preparándola, desde ese momento para cualquier cosa. Y allí, en esa cueva libidinosa de olores corporales que, se escabulle entre todos los escondites vagina para dejar tatuado su nombre en cada pared, y dejando huella mientras mueve su lengua, labios y dientes, fabricando un lenguaje al que le habla directamente en su sexo. Bebiendo su lubricación vaginal, combinada con su saliva, la hace producir más y más ese flujo que invita a la penetración, mientras mi lengua se vuelve más poderosa, más penetrante, más juguetona, más delirante en su interior, rozando con más fuerza cada pliegue interno de su vulva, dejándola sentir extasiada desde el inicio de su goteo al, ahora borboteo de fluidos, haciendo que grite en una contradictoria exhalación producto de un squirting...


El baile es una metáfora del deseo, y en ese estudio, bajo esas luces cálidas, la metáfora se volvía realidad. Cada paso, cada giro, cada mirada era una parte de un ritual antiguo y secreto, un ritual en el que dos cuerpos se acercaban hasta cerrar cualquier espacio, pero sin llegar a tocarse del todo. Era una tensión que no se nombraba, pero que estaba allí, latente, como una corriente eléctrica que recorría el aire entre nosotros. Ella lo sentía. Lo sentía porque, cuando la música se detenía y nos separábamos, sus ojos buscaban los míos, y en ellos había una pregunta que no se atrevía a formular. Yo también lo sabía, pero no decía nada. No hacía falta. El baile era nuestro lenguaje, y en él, todo estaba dicho.


La clase terminan, como siempre, con una reverencia y un aplauso. Pero esta vez, cuando nos separamos, hubo un momento de silencio, un instante en el que el mundo pareció detenerse. Ella me miró, y yo la miré a ella, y en ese instante, supe que esto no era el final, sino el principio. Ella se sonrojó, como siempre, pero esta vez no apartó la mirada. Y yo, en lugar de sonreír y despedirme, me acerqué un poco más, lo suficiente como para que nuestro aliento se mezclara, lo suficiente como para que ella supiera que el juego no había terminado, y que lo que venía después sería mucho más real.


—Hasta mañana —dijo, con una voz que sonaba más grave de lo habitual, pero casi en un susurro.

—Como todos los días — Dije yo.


Ella asintió, sin decir nada, pero sus ojos hablaban por ella. Y en ese momento, supe que el baile no había terminado, sino que apenas comenzaba, mientras mis ojos buscaban sus caderas para volver a chorrearla a pura mente...

Comentarios


bottom of page