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¿Descendientes de Noé o de Tubalcaín? El diluvio que no limpió a la humanidad

  • Foto del escritor: Einjander
    Einjander
  • 1 may
  • 6 Min. de lectura

El relato del Diluvio Universal se nos ha vendido como el primer gran acto de limpieza ética de la humanidad: Dios, hastiado de la corrupción humana, decide borrar el mapa moral de la Tierra y comenzar de nuevo con el único hombre justo que encontró gracia a sus ojos - Noé y su familia. Esta narrativa, presente con variaciones en la Epopeya de Gilgamesh, el mito de Ziusudra sumerio y posteriormente en el Génesis bíblico, contiene una promesa fundamental: que tras las aguas vendría una humanidad renovada, purificada, descendiente de un linaje virtuoso.


Sin embargo, al mirar el mundo actual - con sus guerras sin sentido, su corrupción política sistémica, su indiferencia social calculada - surge una pregunta incómoda que resuena como trueno lejano: ¿qué falló en el gran experimento divino? ¿O acaso nunca hubo tal purificación, y en realidad llevamos en nuestras venas morales más sangre de Tubalcaín, el violento descendiente de Caín, que del pacífico Noé?

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La ciencia moderna ha comenzado a desenterrar verdades que los antiguos mitos no pudieron anticipar. Los estudios genéticos más avanzados muestran que toda la humanidad actual desciende efectivamente de un pequeño grupo de supervivientes que vivió hace unos 70,000 años - lo que los genetistas llaman un "cuello de botella evolutivo" y que bien pudo inspirar los diversos relatos del diluvio que encontramos en culturas por todo el mundo. Pero aquí termina cualquier coincidencia reconfortante con el mito religioso. La secuenciación del genoma humano revela que los marcadores genéticos asociados a comportamientos violentos, egoístas o antisociales están distribuidos equitativamente en todas las poblaciones humanas, sin distinción de etnia, religión o procedencia geográfica. No existe un "gen de Caín" que milagrosamente se haya extinguido en las aguas del diluvio, ni una "secuencia de Noé" que garantice la virtud por herencia biológica. La pretendida limpieza moral a través de la selección genética es, simplemente, una fantasía teológica sin sustento en la realidad biológica de nuestra especie.


Los arqueólogos que estudian el período neolítico posterior a las supuestas fechas del diluvio (alrededor del 3000 a.C. según las dataciones bíblicas tradicionales) encuentran evidencia abrumadora de que la violencia interpersonal en esas sociedades era hasta diez veces más frecuente que en las ciudades modernas, según los estudios de restos óseos publicados en Nature Human Behaviour. Los cráneos fracturados por golpes de maza, las vértebras con puntas de flecha incrustadas, las fortificaciones defensivas que rodeaban incluso pequeños poblados - todo esto cuenta una historia muy diferente a la de una humanidad renovada en su bondad esencial. Parece que las aguas del diluvio, de haber existido como evento histórico global, lavaron todo menos esa capacidad humana fundamental para la crueldad calculada, para la traición metódica, para la violencia como herramienta política.


Es aquí donde la figura olvidada de Tubalcaín emerge de las sombras del texto bíblico como un espectro incómodo. Mientras las tradiciones religiosas nos distraen con la narrativa edificante de la salvación a través del linaje de Noé, Tubalcaín - bisnieto de Caín según el Génesis y descrito como "forjador de toda herramienta de bronce y hierro" - se erige como arquetipo de nuestra verdadera herencia moral. No es casualidad que sea precisamente el primer metalúrgico mencionado en la Biblia. Su arte representaba la ambivalencia fundamental del progreso humano: el mismo conocimiento que permitía crear arados para alimentar a los pueblos servía también para forjar espadas que los destruirían. En este sentido preciso, nuestros políticos modernos, con su habilidad diabólica para convertir las herramientas digitales de conexión en armas de manipulación masiva, son sus legítimos herederos espirituales. El puente entre la primera espada de Tubalcaín y los algoritmos que hoy polarizan sociedades enteras es más sólido de lo que quisiéramos admitir.


La psicología evolutiva ofrece pistas reveladoras sobre por qué, a pesar del supuesto "reinicio moral" del diluvio, la humanidad siguió mostrando los mismos patrones de comportamiento que supuestamente habían enfurecido a Dios hasta el punto de aniquilación global. Nuestros cerebros no fueron diseñados por selección natural para la compleja sociedad globalizada del siglo XXI, sino para sobrevivir en pequeños grupos tribales donde la desconfianza hacia el extraño, la lealtad ciega al líder del grupo y la capacidad para el engaño táctico representaban ventajas adaptativas cruciales. Los estudios de neuroimagen realizados en universidades como Harvard y Stanford muestran que cuando escuchamos discursos populistas contemporáneos, se activan en nuestro cerebro las mismas regiones primitivas que se encendían en nuestros antepasados cuando un chamán prometía protección contra tribus rivales a cambio de obediencia absoluta. La neuropolítica, campo emergente que combina neurociencia con ciencia política, ha demostrado mediante escáneres cerebrales que figuras como Donald Trump, Andrés Manuel López Obrador o Jair Bolsonaro activan poderosamente el núcleo accumbens (centro de recompensa del cerebro) mientras simultáneamente disminuyen la actividad en la corteza prefrontal (área responsable del razonamiento crítico y la evaluación ética) - una combinación neuroquímica perfecta para producir sumisión acrítica en grandes poblaciones.


La epigenética añade otra capa de complejidad a este análisis ya de por sí desolador. Los traumas generacionales, incluyendo los de violencia sistémica y opresión política, dejan marcas químicas específicas en nuestro ADN que predisponen (aunque no determinan de manera absoluta) nuestros patrones de comportamiento. Investigaciones publicadas en Science y Nature muestran que los hijos de sociedades con altos niveles históricos de corrupción política presentan patrones distintivos de metilación del ADN en genes relacionados con la percepción social y la evaluación de riesgos. Estos cambios epigenéticos los hacen más susceptibles a percibir el mundo como un lugar esencialmente hostil donde solo los más despiadados, los más hábiles en el engaño y los más rápidos en traicionar pueden prosperar. En este sentido preciso, la corrupción se auto-perpetúa no a través de una genética mendeliana simple (la idea absurda de un "gen de la corrupción"), sino mediante la lenta intoxicación del ambiente social que modula nuestra expresión génica a través de mecanismos epigenéticos. Somos, en cierto modo, víctimas de una intoxicación moral generacional que las aguas del diluvio nunca pudieron lavar.


La filosofía política, desde los escritos maquiavélicos hasta los análisis contemporáneos de Byung-Chul Han, ha intentado explicar por qué, si supuestamente descendemos de los virtuosos sobrevivientes del diluvio, nuestros sistemas de poder parecen diseñados por descendientes directos de Caín. Han argumenta de manera persuasiva que hemos pasado de una sociedad disciplinaria (que gobernaba principalmente mediante la prohibición y el castigo) a una sociedad de rendimiento (que seduce mediante la promesa de empoderamiento), donde el poder ya no necesita reprimirnos porque hemos internalizado perfectamente su lógica perversa. Este "poder inteligente" es la versión del siglo XXI de la espada de Tubalcaín - infinitamente más efectiva porque ya no parece un arma, sino una herramienta de liberación personal. Las redes sociales, en este contexto, no son sino las nuevas fraguas donde se templa el acero de la sumisión voluntaria, ahora disfrazada de like y share.


Los mitos del diluvio en diversas culturas comparten un elemento inquietante que generalmente pasa desapercibido en las lecturas superficiales: la persistente idea de que los dioses no lograron exterminar completamente a los "malvados". En la tradición judía, los "nefilim" (gigantes hijos de los ángeles caídos con mujeres humanas) sobrevivieron misteriosamente al diluvio según Números 13:33. En los relatos mesopotámicos, ciertos demonios y espíritus malignos escaparon de las aguas mediante argucias y escondites. Estas figuras mitológicas representan con precisión casi psicoanalítica lo que Carl Jung llamaría "la sombra" colectiva - esa parte oscura de la psique humana que nunca podemos erradicar por completo, por más diluvios que enviemos.

Hoy, esa sombra colectiva se proyecta con claridad meridiana en nuestros sistemas políticos globales. Los think tanks que diseñan campañas de desinformación a escala planetaria son los nuevos herreros de Tubalcaín, forjando no espadas de hierro sino narrativas de acero digital. Las plataformas de redes sociales son sus fraguas postindustriales, donde se templa el metal líquido de la polarización social. Y nosotros, los ciudadanos comunes, somos a la vez los usuarios y las armas, convencidos en nuestro fuero interno de que empuñamos herramientas de libertad y conexión cuando en realidad forjamos con nuestras propias manos las cadenas de nuestra manipulación.


El gran engaño del mito del diluvio no fue la idea de que Dios limpió el mundo de impureza moral (que ya es bastante cuestionable), sino la noción profundamente arraigada de que la pureza ética puede transmitirse por linaje biológico. La ciencia contemporánea nos muestra con claridad que la ética no está codificada en nuestros genes como un destino inexorable, sino que emerge de las estructuras sociales que construimos colectivamente - estructuras que, hoy por hoy, parecen diseñadas más por la lógica implacable de Tubalcaín que por los supuestos valores de Noé. Tal vez el verdadero diluvio que necesitamos no sea de agua, sino de lucidez radical - una inundación de conciencia crítica que nos permita reconocer finalmente que la bondad no se hereda como un rasgo biológico, sino que se construye dolorosamente con cada decisión ética frente a las infinitas tentaciones del poder. Y que cada vez que elegimos mirar hacia otro lado ante la corrupción, cada vez que justificamos lo injustificable por conveniencia, cada vez que aplaudimos al líder que nos seduce con promesas vacías, demostramos una vez más de qué linaje espiritual somos realmente herederos.

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