Dividir para reinar, así es el gobierno y sus enemigos imaginarios
- Einjander
- 14 jun
- 8 Min. de lectura
En la historia política de los pueblos, la unidad es una amenaza. No para las naciones, sino para los que, sentados en los tronos visibles o invisibles, descubrieron hace siglos que nada es más eficaz que el arte de la fragmentación. La vieja máxima romana —divide et impera— no fue una sugerencia, sino una advertencia disfrazada de estrategia. Desde entonces, las élites gobernantes aprendieron que no necesitan convencer a las masas de que son sus salvadores: basta con presentarles un enemigo, incluso uno inexistente, y asegurarse de que su miedo supere su hambre de verdad.
Esta alquimia del poder tiene raíces tan profundas como la filosofía misma. En “La República”, Platón nos previene de los sofistas y de aquellos que manipulan la opinión popular mediante discursos huecos. El gobernante injusto, dice, busca la apariencia de justicia para mantener el dominio, y en ese teatro de sombras, la división es el guión más representado. Siglos más tarde, Maquiavelo, menos idealista, más clínico, afirmaría en "El Príncipe" que la estabilidad se logra no con amor sino con temor, y que un enemigo externo —real o fabricado— es un útil instrumento para fortalecer la fidelidad interna.
La modernidad ha sofisticado estos mecanismos. Ya no se necesita una horda bárbara tocando las puertas de Roma para convocar el espíritu nacional. Basta un titular. Basta un hashtag. Basta un discurso que repita con firmeza que "ellos" quieren lo que es de "nosotros". El nosotros contra ellos no es solo una fórmula lingüística: es el embrión de todos los nacionalismos ciegos, los autoritarismos rampantes y las democracias convertidas en simulacro. En cada elección polarizada, en cada ley redactada con ambigüedad calculada, hay un eco de esa voluntad de poder nietzscheana, más antigua que cualquier ideología.
En América Latina esta fórmula se ha vuelto casi genética. El caso de Venezuela es paradigmático: Hugo Chávez, y luego Nicolás Maduro, supieron mantener el control no pese a la división sino gracias a ella. La polarización entre “chavistas” y “escuálidos” sirvió como piedra angular de un régimen donde la crítica era traición y la oposición era siempre enemiga del pueblo. No importa si la escasez aumentaba o si los índices de pobreza se disparaban: el problema eran los imperialistas, los oligarcas, los traidores.
En México, la retórica de la Cuarta Transformación ha caído en tentaciones similares. Al separar al pueblo bueno del poder corrupto —sin permitir matices— se ha generado un clima donde el disenso es visto como traición, y donde el enemigo interno es continuamente reinventado para justificar decisiones cuestionables. López Obrador ha sido, a su modo, un hábil narrador: sabe que quien domina la historia domina también las emociones, y que no hay relato más eficaz que el de una amenaza inminente. El periodista Salvador García Soto lo advertía ya en 2021: “Divide y vencerás” se volvió una estrategia para evitar rendir cuentas, incluso ante aliados.
Los medios de comunicación, lejos de ser guardianes de la verdad, se han convertido en muchos casos en fabricantes de enemigos. En Brasil, Bolsonaro supo manipularlos como nadie: agitaba el espectro del comunismo, culpaba a ONGs, indígenas o periodistas por los incendios del Amazonas y encontró en la pandemia una excusa perfecta para aplicar la doctrina de Shock. Pero no está solo. Bukele, en El Salvador, ha convertido Twitter en su ágora personal, y ha logrado instaurar un nuevo orden institucional simplemente enfrentando a las élites tradicionales con una narrativa de limpieza y renovación.
Desde la filosofía política contemporánea, Michel Foucault fue tal vez el que mejor comprendió esta dinámica. Para él, el poder no solo reprime: también produce realidades. El enemigo es un producto discursivo. Es una invención necesaria para ejercer el control bajo la apariencia de protección. Cuando el Estado se presenta como escudo, lo hace siempre bajo la condición de que algo amenaza al cuerpo social, y en esa construcción imaginaria del riesgo reside su mayor capacidad de manipulación. El miedo, dijo Hobbes, es la base del pacto social, pero también su prisión.
Literariamente, este artificio tiene su espejo en Orwell, cuya “1984” no ha perdido vigencia. El Partido, en esa distopía perenne, necesita de Emmanuel Goldstein, el enemigo perpetuo, para mantener la cohesión interna. No importa si existe realmente: lo que importa es su utilidad como catalizador del odio. Porque nada une más que un enemigo compartido. Lo comprendió también García Márquez en “El otoño del patriarca”: la figura del dictador no es temida por su violencia, sino por su capacidad de hacer que el pueblo acepte la miseria si a cambio se le promete protección contra un mal mayor, incluso uno imaginario.
Los regímenes más eficaces en la estrategia de división no son los que censuran directamente, sino los que convierten a la ciudadanía en su propio censor. Si el vecino es enemigo, si el periodista es sospechoso, si el disidente es antipatriota, el aparato del poder ya no necesita represión abierta: el control social se vuelve voluntario. En este contexto, incluso las democracias aparentemente sólidas corren el riesgo de erosionarse. Basta una crisis. Basta un enemigo. Basta una narrativa convincente.
En este juego de espejos, la pregunta no es quién es el enemigo real, sino quién lo está inventando y con qué fines. Porque detrás de cada discurso polarizador, de cada “ellos” usado para justificar un “nosotros”, se esconde un mecanismo de control. Y en sociedades marcadas por la desigualdad, el miedo y la desinformación, estas estrategias no solo son efectivas: son peligrosamente seductoras.
La solución no está solo en las urnas ni en las leyes. Está en la capacidad de una ciudadanía culta, crítica, que reconozca la manipulación del lenguaje y se resista al canto de sirena del enemigo común. Porque el verdadero poder, como advertía Simone Weil, no es aquel que oprime por la fuerza, sino aquel que logra que el oprimido desee su propia opresión. Y en ese deseo disfrazado de unidad, la táctica de “divide y vencerás” encuentra su forma más perversa.
La táctica de fragmentación social como instrumento de control ha sido tan eficaz, que incluso en contextos donde las naciones podrían haberse fortalecido a través del pluralismo y el diálogo, lo que ha prevalecido es la desconfianza, la atomización de la ciudadanía en facciones irreconciliables. En nombre del orden se ha sembrado el caos calculado. En nombre de la paz, se ha sembrado la sospecha. Así ha sido en los regímenes totalitarios, pero también en las democracias fatigadas por la simulación.
Pensemos en Argentina, donde el péndulo constante entre peronismo y antiperonismo ha sido durante décadas el motor de una política reducida a trincheras ideológicas. Perón, como figura, logró construir el mito del líder que canaliza las aspiraciones populares, pero también, a la inversa, se convirtió en la razón de ser de sus opositores. Toda política fue una reacción: el enemigo era él, o su fantasma. Ese mito dividido impregnó la cultura, el lenguaje, el relato mismo del país, y dejó huellas tan profundas que incluso generaciones posteriores nacieron ya posicionadas, como si la guerra simbólica de sus abuelos les perteneciera por derecho.
La división política, cuando se convierte en herencia cultural, deja de ser una estrategia coyuntural y se transforma en estructura. En Colombia, el conflicto armado durante décadas creó una lógica binaria: estás con el Estado o con la guerrilla. La realidad, por supuesto, era mucho más compleja, pero los gobiernos supieron aprovechar esa tensión para justificar el abandono de regiones enteras y el control autoritario del discurso público. El enemigo externo, en este caso, era el mismo pueblo armado por el Estado o contra él. La víctima y el verdugo se confundían, y en medio de esa niebla de ambigüedad, la autoridad se fortalecía.
No podemos ignorar tampoco la dimensión religiosa del fenómeno. Desde el cristianismo primitivo hasta los fundamentalismos contemporáneos, la división entre los "elegidos" y los "perdidos", entre los “hijos de la luz” y los “hijos de las tinieblas”, ha sido una constante narrativa. En estos relatos, el Otro no solo es una amenaza, sino una abominación ontológica. La política ha bebido de esa lógica apocalíptica: todo gobierno que necesita un enemigo absoluto, innegociable e inhumano, ha adoptado el modelo del diablo. Lo vimos en la Guerra Fría: el comunismo fue, para Occidente, mucho más que un sistema económico. Fue una perversión, una sombra, un cáncer moral. Y lo mismo hizo la Unión Soviética con el capitalismo.
Incluso en los mitos antiguos, la figura del enemigo necesario aparece como catalizador de orden. En el mito mesopotámico de Marduk, por ejemplo, la creación del mundo sólo es posible tras la destrucción de Tiamat, la diosa caótica. El orden nace del conflicto. En el Popol Vuh, los dioses crean al ser humano para rendirles culto, pero antes deben superar a monstruos subterráneos. En todas estas cosmogonías, la existencia requiere una alteridad adversa, un otro radical que justifique el sacrificio, el miedo y la obediencia. La política moderna, heredera de estos mitos, ha sabido reencarnarlos en discursos y sistemas.
Desde la mirada psicoanalítica, podríamos aventurar que esta necesidad de un enemigo es, también, una proyección colectiva. Freud ya lo advertía: lo reprimido retorna. En la dinámica social, el enemigo externo muchas veces encarna lo que la comunidad no quiere reconocer de sí misma. Así, en tiempos de crisis económica, el inmigrante es el culpable. En tiempos de corrupción, es el periodista. En tiempos de incertidumbre, es el intelectual. El Estado, que debería ser mediador, se convierte en director de escena. Y la escena está escrita para dividir, no para comprender.
Pero, ¿cómo se legisla esta división? ¿Cuál es el papel de las leyes en la arquitectura del enfrentamiento social? En muchos países, la creación de leyes ambiguas —como las de “seguridad interior” o “defensa del orden público”— permite al poder etiquetar como amenaza cualquier forma de protesta o disidencia. La “Ley Patriótica” en Estados Unidos, posterior al 11 de septiembre, fue uno de los ejemplos más visibles: bajo el pretexto de la seguridad nacional, se legalizó la vigilancia masiva, la detención sin juicio y la erosión de libertades fundamentales. En México, iniciativas como la Ley de Guardia Nacional han suscitado temores similares. No se nombra al enemigo, pero se da por hecho que existe. Y eso basta para legislar contra él.
¿Dónde nos deja todo esto? En un presente en el que el lenguaje ha sido secuestrado, donde “libertad” puede significar represión, donde “unidad” puede implicar exclusión, y donde “patria” puede utilizarse como espada para cercenar al disidente. La estrategia de dividir y vencer no se ha debilitado; ha mutado. Hoy no se trata sólo de crear bandos, sino de construir burbujas discursivas donde cada grupo vive en una realidad paralela, alimentada por algoritmos, confirmaciones sesgadas y liderazgos mesiánicos.
Quizás la única forma de resistencia real es el pensamiento complejo. Frente a la simplificación maniquea, frente al binarismo seductor, la filosofía nos recuerda que la verdad es siempre un poliedro. Y la literatura, por su parte, nos entrena para comprender la otredad. En “Los demonios” de Dostoievski, cada personaje representa una idea llevada al extremo, y al final, el caos no proviene de la ideología ajena, sino de la incapacidad de convivir con el pensamiento del otro. El enemigo no es el contrario: es el espejo roto que no sabemos leer.
Volver a leer, volver a pensar, volver a escuchar al otro sin etiquetas ni gritos, es quizá el acto más revolucionario que podemos permitirnos en este siglo. Porque mientras los gobiernos sigan inventando enemigos, y los ciudadanos sigamos aceptándolos sin examinarlos, seguiremos caminando —como en una tragedia griega— hacia un destino que pudo ser evitado, si tan solo hubiésemos sido capaces de imaginar una política sin fantasmas, un poder sin miedo, una sociedad sin necesidad de odiar.
.jpg)



Comentarios