El suspiro del guepardo
- Einjander
- 10 mar
- 3 Min. de lectura
El intenso calor de sabana calentaba el exterior del guepardo, que se mantenía ligeramente fresco gracias a su pelaje. Vislumbraba el único territorio que conocía desde un leve montículo, hasta que vislumbró una posibilidad. En posición de asecho, su cuerpo esbelto se tensó como un arco preparado para lanzar una flecha. La presa, una gacela joven, pastaba caminando, inconsciente del peligro que se aproximaba. Con un estallido de velocidad, el felino se lanzó hacia adelante, dejando que sus patas rozaran la tierra con una precisión milimétrica. La gacela logró arrancar para huir del majestuoso animal, pero, en cuestión de segundos, el guepardo redujo la distancia, e inclusive, sobrepasó al mamífero rumiante, por lo que aplicó los frenos con una elegancia que solo la evolución podía haber perfeccionado. Se detuvo. Esperó.
Pero algo extraño ocurrió en ese instante. Mientras el guepardo aguardaba, inmóvil, su conciencia comenzó a desvanecerse. No era el agotamiento lo que lo embargaba, sino algo más profundo, más inexplicable. Sus ojos, fijos en la gacela, perdieron su enfoque, y su mente se sumergió en una ensoñación que lo transportó lejos de la sabana, lejos del tiempo mismo.
En su sueño, el guepardo se encontró en un mundo cuántico, donde todo se movía con una lentitud exasperante. Las partículas de luz danzaban como si fueran miel derramándose en el vacío, y los átomos vibraban en frecuencias que resonaban como un canto ancestral. Era un lugar donde el tiempo no fluía, sino que se estiraba y se contraía, como un acordeón cósmico. El guepardo, ahora un espectador de este universo extraño sentía que cada segundo era una eternidad, y cada eternidad, un suspiro.
Mientras, la gacela, aun corriendo, experimentó algo igualmente surrealista. Para ella, el mundo se había convertido en una paradoja. La luz del sol, que siempre había sido constante, ahora se extendía como un horizonte de sucesos, como si estuviera al borde de un agujero negro. Cada paso que daba parecía llevarla más lejos, pero al mismo tiempo, la mantenía en el mismo lugar. Era como si el tiempo y el espacio conspiraran para atraparla en un bucle infinito, donde la fuga y la captura eran dos caras de la misma moneda.
En su ensoñación cuántica, el guepardo observaba este fenómeno con una curiosidad que no sabía que poseía. Veía a la gacela correr en cámara lenta, sus patas moviéndose en espirales que se desvanecían en el horizonte de luz. Era hermoso y aterrador al mismo tiempo. Y entonces, en un destello de comprensión, el guepardo entendió que él y la gacela no eran más que partículas en un universo infinito, atrapados en un juego de fuerzas que ni siquiera los dioses podían controlar.
De repente, la ensoñación se desvaneció. El guepardo volvió a la sabana, a su cuerpo, a su instinto. La gacela estaba allí, a solo unos pasos de distancia, temblando, pero viva. Por un momento, el felino dudó. ¿Era esto lo que quería? ¿Era esto lo que necesitaba? Pero antes de que pudiera responder a esas preguntas, su instinto tomó el control. Con un movimiento rápido y preciso, el guepardo actuó...
En el cruce entre el sueño y la realidad, entre lo cuántico y lo terrenal, el guepardo y la gacela se encontraron en un abrazo que era tanto de vida como de muerte, de luz como de oscuridad. Un abrazo que, en última instancia, era simplemente parte del tejido del universo.
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