Fin de la testosterona y feminización del hombre
- Einjander
- 16 abr
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 9 may
El hombre moderno se encuentra atrapado en una encrucijada que no ha elegido. Los signos de nuestro tiempo no solo han transformado su modo de habitar el mundo, sino también la arquitectura simbólica de su virilidad. Mientras las voces de la equidad alzan banderas justas y necesarias, hay un silencioso y, sin embargo, tangible desplazamiento de los referentes tradicionales de la masculinidad. No se trata simplemente de un cambio de roles, sino de una metamorfosis profunda, una reingeniería de lo masculino, promovida desde diversas trincheras: los discursos mediáticos, la pedagogía social, los agentes culturales y, de forma inquietante, incluso desde la bioquímica ambiental.
La testosterona, hormona que durante siglos fue sinónimo de poder, conquista, fuerza y deseo, parece hoy un testigo anacrónico de otro tiempo. Estudios de la Endocrine Society muestran que los niveles promedio de testosterona en varones han disminuido de forma sostenida en las últimas décadas, incluso entre jóvenes sanos. Las causas son multifactoriales, pero entre ellas destacan los disruptores endocrinos presentes en plásticos, pesticidas y productos de consumo diario. Estamos frente a una masculinidades químicamente alteradas, sin siquiera saberlo del todo. La biología, que hasta hace poco era bastión de la identidad sexual, ha comenzado a ceder ante la toxicidad imperceptible del mundo industrializado.
No es solo el cuerpo el que se transforma; es la mirada sobre el cuerpo la que se reconfigura. La cultura contemporánea ha hecho del varón una figura sospechosa. En su expresión clásica, la virilidad ha sido ligada al patriarcado, al abuso, a la violencia estructural. Se le despoja de su dimensión simbólica de proveedor, protector, conquistador, y se le exige una vulnerabilidad que, aunque noble, muchas veces se impone como una penitencia. Es un nuevo tipo de culpa la que emerge: la culpa de haber sido hombre en un mundo que hoy exige deconstruirse. Asistimos, entonces, a una castración simbólica, dulce en apariencia, pero no menos radical por ello. El hombre no es llamado a crecer, sino a retroceder, a neutralizarse, a diluir los rasgos que durante milenios se asociaron a su papel en la tribu.
La sociología también ha notado este giro. Autores como Camille Paglia y Jordan Peterson han argumentado que el vaciamiento del arquetipo masculino no necesariamente conduce a una sociedad más sana, sino a un desequilibrio de fuerzas. La masculinidad no elaborada no desaparece: se repliega, se radicaliza o se sublima en formas más destructivas. La violencia, en este sentido, no proviene de la expresión de la testosterona, sino de su represión sin sustituto. Cuando se corta el puente que conecta al hombre con su impulso vital, no se obtiene un ser pacífico, sino uno amputado.
En la esfera educativa, la feminización del modelo escolar ha sido tema de debate. Niños que necesitan movimiento, competencia y riesgo son obligados a permanecer sentados, a modular sus emociones, a encajar en esquemas que premian la obediencia sobre la exploración. El ideal masculino de antaño ha sido sustituido por uno que favorece lo introspectivo, lo emocional, lo verbal. La consecuencia no es una generación más sensible, sino jóvenes confundidos que no saben si desear ser hombres o temerlo. No se enseña a los niños a ser hombres buenos, sino a no ser hombres en absoluto.
La moda, el cine, la publicidad y hasta la industria farmacéutica han participado, tal vez sin querer, en este proceso de feminización. El hombre andrógino es el nuevo ideal estético, aquel cuya belleza se mide en la ambigüedad, en la ausencia de aristas, en la neutralidad que roza lo etéreo. Los grandes relatos viriles de la literatura han sido sustituidos por narrativas donde el deseo masculino es problema, y la fortaleza una amenaza. El deseo de conquista ha sido reemplazado por la necesidad de consentimiento, y el erotismo masculino es ahora observado bajo una lupa que sospecha de toda pulsación.
No se trata de reivindicar al macho de antaño, de anhelar un retorno al patriarcado o de negar los excesos históricos. La crítica no es al feminismo, sino a una cultura que parece no saber qué hacer con el hombre una vez que le ha exigido cambiar. No hay un nuevo modelo a la vista, sino una ausencia. En medio de esta orfandad simbólica, muchos hombres se sienten solos, sin relatos que los contengan, sin ritos de paso, sin comunidad. El resultado es una masculinidad espectral, disuelta en una modernidad que a veces confunde el progreso con la castración.
Tal vez ha llegado el momento de repensar la virilidad no como amenaza, sino como energía vital. Una testosterona sublimada, no suprimida. Una fuerza orientada, no negada. La historia de la civilización no puede contarse sin el impulso masculino de construir, desafiar, proteger y amar. Negarlo es amputar la mitad del alma humana. En este siglo que ha hecho de la sensibilidad una bandera, haría bien en recordar que la fuerza también puede ser un acto de amor. Y que el hombre, con su fuego primitivo, su lujuria de sentido, su impulso de verticalidad, no necesita extinguirse para ser justo. Solo necesita ser comprendido.
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