La marcha hacia el silencio: la censura de la libertad de expresión
- Einjander
- 27 abr
- 14 Min. de lectura
Actualizado: 14 may
Desde los albores de la democracia moderna hasta las sociedades hipertecnologizadas del siglo XXI, la libertad de opinión y expresión ha sido consagrada como un derecho humano fundamental. La Declaración Universal de Derechos Humanos lo reconoce explícitamente: “Toda persona tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado por sus opiniones … y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”. Sin embargo, en innumerables épocas y lugares el poder ha tejido leyes y reglamentos con el objeto de acallar voces incómodas. El resultado ha sido una creciente restricción del espacio público, una suerte de “marcha hacia el silencio” donde el Estado va reasignando el monopolio de la verdad. Hay ejemplos históricos y contemporáneos de censura en distintos regímenes –de la Rusia post-soviética a la China actual, de Venezuela a Nicaragua y Hungría–, examinando las leyes o medidas clave que dieron inicio a cada proceso y analizando los rasgos comunes de estos caminos autoritarios.
Rusia: leyes en cadena para silenciar la disidencia
En la Rusia de Vladímir Putin, la libertad de expresión ha sufrido un retroceso sistemático desde la primera década del siglo XXI. Un hito fue la Ley de “agentes extranjeros” de 2012, firmada por Putin para supuestamente transparentar las ONG que reciben fondos extranjeros. En la práctica, se convirtió en un sello estigmatizante: las organizaciones –y posteriormente las personas– etiquetadas de “agentes extranjeros” debían incluir ese aviso en toda declaración pública. Como señala el vocero del Kremlin, era una respuesta a las presuntas “injerencias” occidentales, pero críticos lo consideraron un instrumento para desacreditar y poner bajo vigilancia a activistas, periodistas y opositores. Al primer cuadro legal siguieron otros. En 2014 la Duma aprobó enmiendas que obligan a blogueros con más de 3.000 visitas diarias a registrarse ante Roskomnadzor (el ente regulador de medios) y acatar las mismas restricciones que la prensa oficial. Esto incluyó verificar la información, proteger datos privados y, en caso de omisión, multar o suspender sitios. HRW advirtió que esta norma “exige que los blogueros se atengan a las mismas restricciones que los medios de comunicación de masas, sin concederles las mismas protecciones” y marcó otro hito “en la implacable represión de Rusia contra la libertad de expresión”.
El control estatal se estrechó aún más con la extensión de la figura de “agentes extranjeros” a los medios de comunicación. En 2017 la Duma aprobó una ley para declarar “agente extranjero” a cualquier medio internacional que reciba fondos del extranjero. Esta medida, una réplica de la legislación sobre ONG, facultaba al Ministerio de Justicia ruso a registrar arbitrariamente a periodistas y medios –incluso cadenas extranjeras como CNN o Deutsche Welle– como supuestos peones de potencias foráneas. Las sanciones incluyeron bloqueos de sitios web y listas negras, restringiendo el acceso de los ciudadanos rusos a fuentes independientes. Visto como “control total de la prensa” por observadores internacionales, este paso consolidó la narrativa oficial: todo disidente parecía acto reflejo de una “amenaza extranjera” más que una voz nacional.
A partir de 2019, Rusia aprobó leyes aún más draconianas contra la “desinformación”. El presidente firmó estatutos que castigan la difusión “premeditada” de noticias falsas con multas altísimas. El propio Consejo de Derechos Humanos ruso advirtió que dichos decretos imponían “excesivas limitaciones a la libertad de expresión” y definiciones vagas que dejan a los jueces “interpretar las leyes de forma arbitraria”. Además, se reforzaron la censura a todo lo que la propaganda estatal considerara ultraje a los símbolos patrios o crítica al Estado. A la par, en 2020 la Duma examinó un proyecto para introducir penas de cárcel por comentarios difamatorios en Internet. Se acuñó así un crimen de “opinión en línea”: el comentarista ruso pasó a temer la sanción penal si se sobrepasaba –o si el poder así lo interpretaba– con críticas a cualquier funcionario o institución.
La ofuscación legislativa alcanzó su cúspide con la guerra en Ucrania iniciada en 2022. El gobierno ruso penalizó el “desacreditar” al ejército y calificó de terroristas a quienes pidieran sanciones contra Rusia. Cualquier ayuda a organismos internacionales que desafíen a Moscú puede ser tildada de “actividad de agente extranjero”. En palabras de un diputado oficialista, “no quería tomarse” la decisión, pero esas medidas “no afectan la libertad de prensa” de Rusia. La consecuencia real es otra: centenares de periodistas, intelectuales y opositores han tenido que elegir entre el silencio, la autocensura, el exilio o el encarcelamiento. Desde la “ley de agentes” de 2012 hasta los recientes decretos de guerra, la trayectoria es clara: cada nueva norma amplifica el punzón legal contra quienes se atreven a disentir, marcando el empeoramiento continuo de la libertad de prensa en Rusia.
China: el Gran Cortafuegos y la hegemonía informativa
La República Popular China propone el ejemplo más sofisticado de censura de alcance global. Desde los inicios del régimen comunista en 1949 se estableció la intervención estatal en los medios; sin embargo, en las últimas décadas el control se ha tecnificado y legalizado. Para 2017 entró en vigor la Ley de Ciberseguridad de China, que afirma proteger “la soberanía en el ciberespacio, la seguridad nacional y el interés público”. Su redacción, deliberadamente amplia, prohíbe nada menos que la publicación de contenidos que atenten contra el “honor nacional” o que intenten “deponer el sistema socialista”. En la práctica, este marco legal sirve para justificar la censura de cualquier crítica al Partido Comunista. Páginas como Google, Facebook, Twitter y YouTube permanecen bloqueadas tras la llamada “Gran Muralla Electrónica”, y los medios nacionales deben contar con jefes editores aprobados por el Estado. Como señala El País, desde la llegada de Xi Jinping al poder el régimen “ha incrementado la censura y el control sobre Internet, ha reclamado la soberanía nacional en el ciberespacio y ha regulado a las tecnológicas”, confirmando la tendencia a asimilar la información pública al ámbito militar y político.
En los últimos años Pekín (ahora Beijing) ha elevado la contención de la red a nuevas cumbres. Documentos internos proponen obligar a las plataformas de redes sociales a revisar preventivamente todos los comentarios de los usuarios antes de su publicación. Los borradores filtrados por la prensa extranjera recomiendan dotar a empresas como Weibo y WeChat de ejércitos de moderadores que eliminen cualquier “contenido inapropiado” a riesgo de fuertes multas o cierre del servicio. En paralelo, se ha introducido el “registro con nombre real”: todo internauta debe identificarse antes de comentar. La vigilancia es tal que cada publicación exige señalar la ubicación del usuario, un procedimiento que reprime las discusiones críticas etiquetando automáticamente a los internautas en el extranjero como “espías” o “propagandistas” de potencias adversarias. En suma, el orden legal chino exige que cada palabra ciudadana sea autorizada, filtrada y asociada a una identidad trazable, desincentivando la divulgación libre de ideas. Estas reglamentaciones son apenas la culminación de décadas de censura en que China, el país con más internautas del mundo, ha convertido la política comunicacional en una maquinaria de Estado.
A la sombra del modelo continental, la censura china se extiende también a territorios bajo influencia de Beijing. La recién impuesta Ley de Seguridad Nacional de Hong Kong (2020) castiga con prisión perpetua cualquier discurso considerado subversivo o “terrorista” contra el régimen central. Aunque técnicamente no es una ley de la China continental, funciona como ejemplo de las mismas dinámicas: el sistema legal autoriza juzgar y silenciar abogados, editores y manifestantes bajo cargos ambiguos, borrando de la esfera pública toda crítica al Partido en esa ciudad. Así, tanto en Shanghái como en el sur global de Hong Kong, la estrategia es semejante: consolidar el monopolio estatal de la “verdad” a través de normas imprecisas, vigilancia omnipresente y sanciones intimidatorias.
Venezuela: leyes estatales para callar críticas
En Venezuela, la libertad de expresión ha retrocedido bajo la batuta de gobiernos presididos por Hugo Chávez y Nicolás Maduro. Desde 2004 rige la Ley de Responsabilidad Social en Radio, Televisión y Medios Electrónicos (Ley RESORTE), diseñada inicialmente para “proteger a los niños y adolescentes”, pero rápidamente convertida en mecanismo de control. Reformada en 2010 para incluir medios electrónicos, la Ley RESORTE faculta a la estatal Conatel para clausurar emisoras o sancionar a canales que violen normas ambiguas. Como observa un abogado venezolano, bajo su aplicación las estaciones “se autocensuran por el terror que genera esta Ley”. La propia Comisión Nacional de Telecomunicaciones envía a medios exhortos pidiendo suspender programas críticos; por ejemplo, sin trámite alguno bloqueó el portal Infobae simplemente instruyendo a los proveedores eliminar la IP. De este modo, la ley vive no tanto en juzgados como en despachos arbitrarios: un rumor en oficinas, un “exhorto”, basta para silenciar un medio independiente, sin procedimiento judicial ni derechos de apelación.
A ese andamiaje legal de control audiovisual y digital se sumó la polémica Ley Constitucional Contra el Odio de 2017. Promulgada por la Asamblea Constituyente (una institución no reconocida internacionalmente), castiga con hasta 20 años de cárcel la difusión de mensajes supuestamente “incitantes al odio”, además de autorizar el cierre de medios y multas millonarias a periodistas y empresas. Criticada como “ilegítima” y retrógrada por observadores internos, la norma penaliza discursos imprecisos sin definir qué es “odio”. La entonces fiscal Luisa Ortega Díaz advertía que la ley “prohíbe odio nacional” sin aclarar qué conductas lo constituyen, convirtiéndose en “una justificación para hacer lo que ellos quieran”. No obstante, esas críticas, los gobiernos chavistas han empleado esa legislación para perseguir opositores bajo acusaciones vagas. Además, en los últimos años se plantearon reformas para extender aún más la censura: en 2021 y 2024 se discutieron proyectos para regular las redes sociales y el “ciberespacio”, reviviendo la idea de someter toda plataforma digital al escrutinio estatal. En suma, en Venezuela convergen múltiples leyes (RESORTE, Ley de Odio, posibles Leyes de Ciberespacio o “Fascismo”) que, bajo el pretexto de proteger la convivencia, han tejido un entramado jurídico destinado a aplastar cualquier disenso con amenazas legales, detenciones arbitrarias y clausuras silenciosas.
Nicaragua: el ‘Facebook’ como campo minado
Bajo el régimen de Daniel Ortega, Nicaragua ha transitado una ruta similar hacia la represión digital. Tras las protestas antigubernamentales de 2018, el gobierno sandinista aprobó la Ley Especial de Ciberdelitos (Ley 1042, de 2020), conocida popularmente como “ley mordaza”. Su contenido inicial ya criminalizaba la propagación de noticias falsas o incitación al odio por medios tecnológicos, con penas de hasta 4 años. En 2024, sin embargo, la Asamblea reformó dicha ley con urgencia legislativa para expandirla aún más. La nueva redacción agrega explícitamente el “uso de redes sociales y aplicaciones móviles” a la definición de “ciberdelitos”, institucionalizando lo que antes se hacía de hecho. Además, eleva las condenas: mientras antes el máximo eran 5 años, ahora publica que difundir mensajes que “inciten a la discriminación, al odio o a la violencia” o pongan en riesgo el “orden público, la seguridad soberana o la estabilidad social” puede costar hasta 10 años de prisión. Paralelamente, el Código Penal reformado de 2024 amplía la persecución extraterritorial: cualquier nicaragüense en el extranjero que supuestamente cometa “terrorismo” o ciberdelitos, por ejemplo, puede ser juzgado con penas que incluyen cadena perpetua.
El resultado es la expansión masiva del Estado penalizador sobre la opinión pública. En la práctica, periodistas, estudiantes y activistas han sido imputados con la ley de ciberdelitos por simples publicaciones o incluso por dar “me gusta” a contenido opositor. Como describe un informe periodístico, la Fiscalía nicaragüense ha perseguido “hasta los ‘me gusta’” en redes sociales, enjuiciando rápidamente a usuarios sin respetar debidos procesos. De esta forma, el régimen convierte cualquier expresión disidente en “delito informático”. Con una mano endurece los castigos (de 5 hasta 15 años en combinación de figuras), y con la otra extiende de manera global su mirada represiva: hasta el “ciberespacio” se vuelve territorio de veda. Así, la experiencia nicaragüense muestra cómo un instrumento aparentemente técnico –una ley contra delitos informáticos– puede metamorfosearse en una guarida legal para la censura, asegurando que la crítica al poder sea sentenciada como crimen.
Hungría: del pluralismo a la autoridad mediática
En Europa del Este, Hungría ofrece un caso paradigmático de erosión de la prensa en un contexto electoral que muchos consideraban democrático. Tras su victoria abrumadora en 2010, el primer ministro Viktor Orbán impulsó una Ley de Medios de Comunicación (2010) que rediseñó por completo el marco jurídico informativo. La norma creó la Autoridad Nacional de Medios (NMHH), un ente regulador con poderes amplísimos y cuyos cinco miembros fueron designados por el mismo gobierno de Fidesz. Ese organismo tiene potestad constitucional para expedir decretos y reglamentos sin contrapeso, y ejerce el monitoreo del contenido mediático. Según el diario El País, la ley “está muy próxima a la censura” pues consagra el “control total de la prensa escrita y digital”, imponiendo “altas multas pecuniarias si sus contenidos ‘son contrarios al interés público’”. En la práctica, a cualquier medio que publique datos o análisis incómodos se le amenazan sanciones económicas ruinantes. Para que un canal de TV con cobertura nacional incurra en una multa de 200 millones de forintos (cientos de miles de euros) basta con que sus programas no ofrezcan una “visión política equilibrada” según la NMHH. Pequeños diarios y portales web, por su parte, enfrentan multas equivalentes a varios miles de euros ante la mínima infracción.
Organizaciones internacionales recibieron con alarma estas medidas. La OSCE y el Instituto Internacional de Prensa advirtieron que la ley húngara “redujo mucho la libertad de prensa y el debate público”. Dentro de Hungría también hubo protestas masivas en contra del proyecto. En los hechos, el efecto fue el aniquilamiento del pluralismo mediático: canales críticos fueron absorbidos o clausurados, y cientos de periodistas perdieron su independencia. Como resumió Reporteros Sin Fronteras (RSF), el Consejo de Medios Hungaro –completamente afín a Orbán– avanzó “como una apisonadora, aplastando el pluralismo” informativo. En los años siguientes, el gobierno consolidó el monopolio mediático: financió fundaciones que compraron periódicos, ejerció presión económica sobre comunicadores, y aun hoy mantiene normas de propaganda oficial. Aunque la ley de 2010 fue la piedra angular, el patrón continuó con otros decretos (por ejemplo, limitando ONGs y sancionando la “propaganda migratoria”), dejando claro que incluso en la Unión Europea la línea roja entre ley y mordaza puede desvanecerse por completo.
Elementos comunes en la “marcha hacia el silencio”
Estos casos diversos comparten rasgos sustanciales. En primer lugar, los pretextos legales suelen ser alegatos nebulosos: “seguridad nacional”, “extremismo”, “orden público” u “odio” son conceptos retóricos sin definición precisa. Las leyes de censura tienden a utilizar términos amplios y vagos para darle al Estado un poder de discreción casi total. En efecto, en Rusia la alta instancia estatal ya advirtió que las nuevas leyes contienen “indeterminación legal” que facilita interpretaciones arbitrarias. En China, frases como “honor nacional” o “derrocar el sistema” pueden envolver casi cualquier crítica al gobierno. En Nicaragua y Venezuela se sanciona la “incitación al odio” o la “información falsa” sin acotar qué entra exactamente en esas categorías. Este uso del eufemismo jurídico actúa como una trampa: el ciudadano “cumple la ley” en el papel, pero nunca sabe qué palabra o post le hará caer de lleno en ella. Como señaló la fiscal Luisa Ortega Díaz sobre la ley venezolana, la ambigüedad convierte la norma en “una justificación para hacer lo que ellos quieran”.
Un segundo elemento común es el empoderamiento progresivo al aparato sancionador. Las legislaciones restrictivas suelen colegirse una detrás de otra, superponiendo códigos penales, decretos especiales y reglamentos de organismos administrativos. Primero se crea un instrumento (por ejemplo, la Ley Resorte o la ley de ciberdelitos), luego otro que lo extiende o complementa (como la Ley contra el Odio o reformas posteriores). El efecto acumulativo es una maraña normativa: el disidente, al saltar una valla legal, puede caer en otra. En Rusia, a la ley de agentes de 2012 se sumó enmendar la prensa con la etiqueta extranjera (2017) y más tarde el castigo penal de la “noticia falsa” (2019), hasta llegar al completo bloqueo de cualquier crítica militar en 2022. En Nicaragua, la expansión de la ley de ciberdelitos en 2024 prácticamente reinventa el delito con cada reforma. Este bosque de normas garantiza que la represión no dependa tanto de un individuo o caso particular, sino que el sistema, encadenando leyes, persista.
El tercer patrón es la heterogeneidad de sanciones. No se trata solo de multas o clausuras, sino de toda una batería represiva. Las leyes incluyen penas de cárcel, embargos de bienes, fuertes multas, pérdida de licencias, inhabilitaciones políticas, exilio forzado o incluso violencia directa. Por ejemplo, la ley venezolana de odio prevé hasta 20 años de prisión; la ley rusa de noticias falsas multa con hasta 1,5 millones de rublos; la de medios húngara impuso multas de hasta 200 millones de forintos. Además, muchos gobiernos no se limitan a normas estatales: en todos los casos, medios estatales y fuerzas de seguridad actúan de hecho como brazo ejecutor de las leyes. En Venezuela y Nicaragua, funcionarios han detenido o amenazado a periodistas sin orden judicial, usando como “prueba” simples publicaciones en Facebook. En Europa, los organismos reguladores –como la NMHH húngara o Roskomnadzor en Rusia– imponen sanciones desproporcionadas con pretextos técnicos. En todos esos regímenes, las leyes funcionan tanto como un paraguas legal formal como un guante administrativo informal que golpea al opositor a discreción.
Otro rasgo compartido es la creación de nuevas instituciones de control. Por regla general, la represión mediática no recae solo en los tribunales tradicionales, sino en organismos creados ad hoc. Hungría erigió su Autoridad Nacional de Medios (NMHH) con amplios poderes; Rusia fortaleció el Roskomnadzor y extendió la designación de “agente extranjero” a una larga lista de individuos y entidades (más de mil) incluidas ONG, periodistas y hasta músicos. China dispone de agencias como la Administración del Ciberespacio que dicta normas para las plataformas; Venezuela maneja leyes especiales (como la Ley Contra el Odio) tramitadas en la Asamblea Constituyente paralela. La formación de estos “policías de la palabra” consolida el control: con plazas nuevas dedicadas exclusivamente a vigilar mensajes, el Estado envía el mensaje de que cualquier medio es susceptible de caer bajo sospecha. Así, el censurador adquiere un rostro institucional, capaz de operar incluso en ausencia de jurisprudencia previa, alimentando la autocensura.
Un punto adicional es la transnacionalización de la represión. Dado que Internet cruza fronteras, algunos gobiernos han pretendido perseguir a opositores más allá de su territorio. El ejemplo extremo es Nicaragua, donde la reforma penal de 2024 dispone juzgar en ausencia “cualquier falta cometida fuera del país” incluyendo ciberdelitos o “terrorismo”. De manera similar, la ley rusa de agentes extranjeros de 2012 ha sido citada para presionar a ciudadanos exiliados e imponer visados políticos, mientras el régimen húngaro ha llegado a solicitar detenciones internacionales de disidentes. De este modo, las libertades de expresión y circulación pierden aliento ante la amenaza de represalias a escala global.
Finalmente, y no menos importante, es la retórica oficial común: todos los regímenes justifican la censura con supuestos intereses nacionales supremos. En los discursos gubernamentales resuenan palabras como “seguridad”, “orden” o “paz” para vender al público la idea de que se protege a la sociedad. Por ejemplo, China arguye que “no hay seguridad nacional sin ciberseguridad” para enmarcar su censura. En Rusia, cada nuevo decreto es presentado como respuesta a noticias hostiles o a “protección de los símbolos patrios”. En Venezuela se invoca la construcción de la “convivencia pacífica” como escudo legal para su Ley de Odio. Sin embargo, este velo discursivo no disfraza la verdad: en todos los casos, la “seguridad” es la excusa para amordazar. Como apuntaba en un comentario una juez venezolana, la indefinición de los delitos políticos se convierte simplemente en un “instrumento para hacer lo que el régimen quiera”. En síntesis, tanto dictadores de ayer como autócratas modernos emplean argumentos similares –desde Platón postulando la censura de poetas en La República, hasta leyes recientes contra la “desinformación”–, revelando que la búsqueda del control informativo suele camuflarse bajo la retórica del bien común.
El futuro de la humanidad...
La resistencia al silencio impuestos tiene una dimensión que trasciende la coyuntura política: toca el núcleo mismo de la condición humana. A lo largo de la historia, los seres humanos han necesitado libertad para pensar, debatir y cuestionar. Cuando se cercena la palabra libre, se hiere una capacidad esencial: la de entender colectivamente la realidad y decidir nuestro destino. En Fahrenheit 451, Bradbury nos enseña el horror de una sociedad donde quemar libros es un rito rutinario, ilustrando cómo la privación del conocimiento conduce a la barbarie. Hoy, los regímenes censores quieren borrar no solo libros, sino bits, tuits y fotos; aspiran a reescribir el mundo a su conveniencia.
¿Hacia dónde nos conduce esto? Si la censura sigue empoderando a los poderosos, el futuro se vislumbra sombrío. El libre flujo de información es el oxígeno de la democracia, la cultura y la innovación. Sin él, corremos el riesgo de volver al aislamiento tribal: cada Estado bajo su burbuja de propaganda, cada ciudadano recibiendo solo la opinión oficial. Pero Internet y la globalización han hecho al conocimiento imposible de contener del todo. Cada vez que un muro se levanta –sea el Gran Cortafuegos chino o las barreras euroasiáticas–, crece una grieta tecnológica por donde escapa la palabra. La historia sugiere que el anhelo de verdad eventualmente vence la censura; cada intento de ocultar la realidad tiende a precipitar resistencia o confusión general.
En el umbral de los años venideros, la humanidad enfrenta retos compartidos (pandemias, cambio climático, crisis económica) que exigen comunicación abierta y creatividad colectiva. En tal escenario, la censura no es solo un retroceso democrático sino un atentado contra el progreso común. Como lo señalaba Hannah Arendt, la verdad y la política están intrínsecamente en tensión, pero sin información plural la política degenerará en mera coacción. La “marcha hacia el silencio” es en última instancia insostenible: aspira a domesticar la opinión pública, pero enciende una resistencia invisible. Los ciudadanos del futuro –cada vez más interconectados– tendrán las herramientas para desafiar la narrativa oficial: redes descentralizadas, alfabetización digital, solidaridad global.
Por eso, aunque hoy el horizonte se vea denso de censuras, también asoma un horizonte de decisiones. ¿Se consolidarán los regímenes autoritarios en nuevas hegemonías de desinformación? ¿O la humanización de la inteligencia artificial, la conciencia crítica global y la jurisprudencia internacional defenderán la libertad de expresión como pilar irrenunciable? En este debate se juega nada menos que la forma futura de la civilización. El derecho a cuestionar, disentir y compartir pensamientos –consagrado hace siete décadas en la Declaración Universal– sigue resonando como un faro. Será tarea de cada generación decidir si marchamos hacia el silencio o encendemos la luz del diálogo.
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