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La muerte del cine como peregrinaje

  • Foto del escritor: Einjander
    Einjander
  • 9 may
  • 3 Min. de lectura

El cine fue, durante casi un siglo, una forma de viaje doble: no solo se viajaba dentro de la pantalla —a través de paisajes imaginarios—, sino hacia la pantalla, hacia esos templos laicos donde la luz proyectada se convertía en rito colectivo. Hoy, esa peregrinación se ha extinguido. Lo que antes era un acto casi místico —elegir un film porque se exhibía en el Cine Tívoli de Buenos Aires, en el Electric Cinema de Londres o en el Paramount de Nueva York— se ha reducido a un consumo intercambiable en salas idénticas, como aeropuertos globales donde ni siquiera el olor a palomitas varía.


En 1928, el poeta Rainer Maria Rilke escribió que "la belleza es el comienzo de lo terrible", y los cines de antaño encarnaban esa paradoja: edificios que intimidaban y seducían. El Fox Theatre de Atlanta, con su cúpula estrellada y sus minaretes de fantasía, no era un mero contenedor: era un portal a lo sublime. Allí, el espectador no pagaba solo por ver una película, sino por habitar un espacio que exaltaba lo que iba a presenciar. Como decía Walter Benjamin, la arquitectura de los cines clásicos era "aura" materializada: la obra de arte no existía sin su recipiente sagrado.


El director Wim Wenders —cuyas películas son elegías a los lugares que desaparecen— filmó "Paris, Texas" (1984) en moteles y carreteras, pero su mirada estaba obsesionada con los cines abandonados del Oeste americano. En ellos, como en las catedrales góticas, la luz atravesaba vitrales de celuloide. Hoy, esos cines son ruinas, y sus herederos —multiplexes de techos bajos y paredes acústicas— parecen diseñados por el mismo algoritmo que planifica las cadenas de comida rápida.


El compositor Arvo Pärt afirmaba que "el silencio entre las notas es tan importante como las notas mismas". Los cines antiguos tenían ese silencio: un intervalo único entre la butaca y la pantalla, entre el espectador y su vecino. En cambio, los complejos actuales son máquinas de borrar contextos. ¿Qué diferencia hay entre ver "Blade Runner 2049" en un Cinemark de Santiago o en uno de Madrid? La homogenización no solo mata la geografía; mata la memoria.


Federico Fellini lo intuía cuando rodó "Roma" (1972): en la escena del cine demolido, los frescos de siglos se desvanecen al contacto con el aire moderno. Así hoy: al estandarizar las salas, hemos perdido la capacidad de recordar dónde vimos una película, que es también recordar quiénes éramos al verla. El filósofo Byung-Chul Han lo llama "no-lugar": espacios que niegan la identidad porque se replican sin variaciones.


Aún quedan destellos de esa magia. El Cine de Oro en Monterrey —una sala de los años 40 restaurada con terciopelos y lámparas de cristal— programa clásicos en 35mm, y el acto de asistir allí es tan crucial como el film. O el El Capitán en Los Ángeles, donde el estreno de "La La Land" (2016) recuperó por un instante la idea de cine como evento irrepetible. Damien Chazelle, su director, entendió que la película era también un homenaje a esos palacios en extinción.


El músico Nick Cave, en su libro "The Sick Bag Song", describe cómo los backstages de los conciertos se parecen cada vez más entre sí, y cómo eso anula la experiencia del viaje. Lo mismo ocurre con el cine: cuando todas las salas son iguales, ya no hay viaje posible. Solo consumo.


Tal vez la esperanza esté en lo marginal. Como los versos de Pessoa —"El valor de las cosas no está en el tiempo que duran, sino en la intensidad con que ocurren"—, los cines independientes y los festivales al aire libre mantienen viva la llama. Ver "El Padrino" en una plaza italiana, con cientos de personas, o descubrir un cortometraje en un cine-club de Berlín, son actos de resistencia.


El cine no ha muerto, pero se ha vuelto fantasma de sí mismo. Recuperarlo exige más que nostalgia: exige demandar espacios que nos devuelvan el ritual, la ceremonia, el aquí y ahora que, como escribió Borges del Aleph, "es uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos". Porque el verdadero cine no era solo lo que proyectaba, sino el lugar desde donde se miraba. Y sin lugar, no hay mirada posible.

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