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La Paradoja Sagrada de los Carnavales

  • Foto del escritor: Einjander
    Einjander
  • 11 abr
  • 4 Min. de lectura

Bajo el sol inclemente de febrero o el bochorno de marzo, cuando el calendario católico marca los días previos a la abstinencia cuaresmal, Latinoamérica se desnuda en un espectáculo dionisíaco que Nietzsche habría celebrado con éxtasis filosófico. Los carnavales de Río, Barranquilla, Oruro y Veracruz no son meras fiestas populares, sino rituales existenciales donde el continente reconcilia sus demonios y sus ángeles en una danza que desdibuja los límites entre lo sacro y lo profano. Aquí, en este teatro callejero de máscaras sudorosas y cuerpos ebrios de ritmo, se representa el drama más antiguo de la humanidad: la búsqueda de Dios a través del exceso, la aproximación a lo divino mediante la inmersión en lo carnal.


El Carnaval de Río de Janeiro, esa orgía de plumas y sudor que atrae a millones de voyeurs globales, es quizás el ejemplo más perfecto de esta paradoja. Las escolas de samba, esas cofradías laicas que pasan meses diseñando alegorías bíblicas con lentejuelas, convierten el Sambódromo en una catedral posmoderna donde la Virgen María lleva tocado de drag queen y Jesucristo desfila rodeado de bahianas con faldas rotatorias. Los cuerpos semidesnudos de las passistas, moviéndose con precisión matemática al ritmo del surdo, no celebran meramente la carne, sino que la elevan a categoría estética. Como escribió Bataille, "el erotismo es la aprobación de la vida hasta en la muerte", y Río lo demuestra cuando el lunes de Carnaval convierte en ceniza toda esa belleza efímera en el ritual del "Enterro do Carnaval".

El carnaval es el espacio donde lo sagrado y lo profano se abrazan, una navegación entre la espiritualidad y los placeres
El carnaval es el espacio donde lo sagrado y lo profano se abrazan, una navegación entre la espiritualidad y los placeres

En Barranquilla, el Caribe colombiano despliega un bestiario mitológico donde lo sacro se vuelve carnaval y viceversa. La Danza del Congo, con sus máscaras demoníacas que persiguen a espectadores, no es sino una versión tropical de los autos sacramentales medievales. Joselito Carnaval, ese personaje que "muere" el miércoles de Ceniza para resucitar al año siguiente, es Cristo pagano que muere por nuestros pecados de exceso. Gabo, en su crónica El carnaval de Barranquilla, captó esta esencia cuando describió cómo "el obispo bendice lo que no puede controlar", encapsulando el pacto no escrito entre la Iglesia y el pueblo: ustedes toleran nuestros sermones, nosotros toleramos sus transgresiones.


Oruro, enclavado en el altiplano boliviano, lleva esta dualidad a su expresión más metafísica. La Diablada, ese baile donde mineros disfrazados de Satanás rinden culto a la Virgen del Socavón, es pura dialéctica hegeliana convertida en danza. Los demonios no son enemigos de lo divino, sino su contraparte necesaria, como el yin y el yang de la cosmovisión andina. El Tío de la Mina, deidad subterránea a la que se ofrenda alcohol y hojas de coca, comparte altar con santos católicos en un sincretismo que haría palidecer a los teólogos de la liberación. Aquí, el Carnaval no es escape de la realidad, sino confrontación ritualizada con los miedos ancestrales: la oscuridad de los socavones, la muerte que aceja bajo tierra, la sexualidad reprimida por siglos de evangelización.

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Veracruz, con su Carnaval jarocho, juega otra variación del mismo tema existencial. Cuando los voladores de Papantla descienden girando desde su palo mientras suena el son jarocho, no están simplemente entreteniendo al público, sino recreando el mito prehispánico de la creación del mundo. El baile de las huehues, con sus máscaras de conquistadores deformados, es psicoanálisis colectivo donde México exorciza el trauma de la Conquista mediante la risa grotesca. Octavio Paz lo intuyó en El laberinto de la soledad: "El mexicano no se confiesa, se carnivaliza".


Pero detrás de esta fiesta desbordante late una pregunta incómoda: ¿por qué la Iglesia católica, tan represora de los instintos durante siglos, tolera —incluso bendice— estos excesos? La respuesta yace en la sabiduría antropológica de las religiones populares: comprenden que el ser humano necesita válvulas de escape periódicas para soportar el yugo de la moral cotidiana. Como escribió Dostoyevski en Los demonios, "si Dios no existe, todo está permitido"; los carnavales latinoamericanos responden: "Dios existe, por eso se permite todo... por unos días".


El martes de Carnaval, cuando las últimas comparsas se desvanecen y las calles amanecen cubiertas de confeti como un campo de batalla postcoital, llega el momento más filosófico de todos: el miércoles de Ceniza. Es entonces, cuando el sacerdote traza esa cruz de polvo en las frentes sudorosas de los fieles recordando "polvo eres y en polvo te convertirás", que se revela el verdadero genio de esta tradición. Los carnavales no son la antítesis de lo religioso, sino su complemento necesario, como la risa es complemento del llanto en la condición humana.


En una era de capitalismo tardío donde lo sagrado se ha reducido a mercancía espiritual new age, los carnavales latinoamericanos siguen siendo una de las últimas experiencias auténticamente trascendentes. No porque nos acerquen a Dios mediante la abstinencia, sino porque nos recuerdan que, como escribió San Agustín, "el corazón humano está inquieto hasta que descansa en Ti", incluso si para llegar a ese descanso debe pasar primero por el caos orgiástico de la fiesta. Dos mil años después de que Dioniso y Cristo iniciaran su extraño baile en el imaginario occidental, Latinoamérica sigue siendo el mejor escenario para esa obra donde lo divino y lo humano, lo casto y lo lascivo, la ceniza y la pluma, se funden en un solo grito de vida frente a la muerte.

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