Los gobiernos y sus grandes robos
- Einjander
- 26 jun
- 4 Min. de lectura
El robo al erario no es un crimen común. No se ejecuta en la oscuridad de un callejón, ni con pistolas amenazantes, ni con prisas de ladrón amateur. Se comete a plena luz del día, entre alfombras rojas y discursos grandilocuentes, con la lentitud calculada de quien sabe que el sistema le protegerá. Es un delito de cuello blanco, de sonrisas diplomáticas y trajes italianos, donde las víctimas son millones pero los culpables rara vez ven las rejas de una cárcel.
Este es el relato del mayor de los crímenes: aquel que no solo vacía las arcas del Estado, sino que destruye el futuro de generaciones enteras. Un crimen que se mide no solo en ceros perdidos en cuentas offshore, sino en escuelas que nunca se construyeron, en medicinas que nunca llegaron a los hospitales, en puentes que colapsaron antes de tiempo.
La Anatomía de un Despojo
El robo al erario es un arte perverso que se perfecciona con los años. Tiene múltiples caras, todas igualmente devastadoras:
La sobrefacturación, ese juego macabro donde un ladrillo vale oro y un vial de medicina alcanza precios de joyería fina. Es el saqueo disfrazado de compra pública, donde los números se inflan como globos hasta reventar, dejando en el aire el polvo de los billetes que nunca se usaron para lo prometido.
El desvío de recursos, ese acto de prestidigitación donde el dinero destinado a comedores infantiles termina financiando yates en el Mediterráneo, el Caribe, o cualquier otro destino extraparadisíaco. Es magia negra de la peor especie: la que convierte el sudor de los contribuyentes en mansiones en Miami, mientras en los pueblos la gente bebe agua contaminada.
Las privatizaciones amañadas, esa ceremonia donde lo público se vende por monedas a amigos del poder. Aerolíneas, minas, bancos, recursos naturales—todo pasa a manos privadas en negocios tan opacos que ni la luz logra penetrarlos. Y cuando la empresa quiebra, el Estado rescata las pérdidas con más dinero público. Un círculo perfecto de expolio.
Las Cifras que Estremecen
Los números del saqueo son tan grandes que pierden sentido. ¿Qué significa que la corrupción cueste $3.6 billones de dólares anuales a nivel global? ¿Cómo entender que en México equivalga al 5% del PIB—más que todo el presupuesto educativo?
Son cifras abstractas hasta que se traducen en vidas:
Los $10 millones de dólares en sobornos de Odebrecht hubieran construido 200 escuelas.
Los $120 millones desviados en el caso La Línea en Guatemala hubieran alimentado a miles de niños en el Corredor Seco.
Los €680 millones robados en los EREs falsos de Andalucía hubieran dado empleo a decenas de miles.
Pero el dinero no desaparece—solo cambia de manos. Viaja a paraísos fiscales, se esconde en trusts en las Islas Caimán, se lava en propiedades de lujo en Nueva York o Madrid. Mientras, en los pueblos, los maestros dan clase bajo árboles porque las aulas prometidas nunca llegaron.
La Impunidad como Sistema
Lo más indignante no es el robo, sino que casi nunca hay consecuencias. En México, solo el 3% de los casos de corrupción terminan en sentencia. Los motivos son tan obvios como deprimentes:
Jueces comprados o intimidados que archivan casos con excusas técnicas.
Leyes hechas a la medida para proteger a la clase política, como la infame Ley Nieto en Puebla.
Una sociedad cansada que ha normalizado el "roba, pero hace obra", como si el saqueo fuera un impuesto adicional.
Es la gran paradoja: el ladrón de una tienda va a la cárcel, pero el que roba millones desde un despacho público recibe aplausos y hasta se postula para otro cargo.
Los Cómplices Necessarios
Ningún gran saqueo al erario ocurre sin ayuda. Hay toda una arquitectura financiera diseñada para hacerlo posible:
Bancos internacionales como HSBC que lavan dinero sin preguntar su origen.
Paraísos fiscales que guardan el botín bajo llave, lejos de miradas indiscretas.
Empresas cómplices que inflan facturas y pagan sobornos como si fueran gastos operativos.
Mientras, los medios de comunicación—algunos comprados, otros autocensurados—narran el saqueo como si fuera un drama lejano, sin víctimas reales.
La Resistencia: Los que no se Rinden
A pesar de todo, hay quienes luchan:
Periodistas valientes como Javier Valdez, asesinado en Sinaloa por denunciar los nexos entre narcos y gobierno.
Fiscales íntegros como Juan Francisco Sandoval, expulsado de Guatemala por investigar demasiado cerca del poder.
Ciudadanos comunes que salen a las calles, graban con sus celulares, exigen transparencia.
Son la prueba de que no todo está perdido—de que la dignidad a veces gana batallas, incluso en esta guerra desigual.
¿Hay Salida?
El robo al erario no es un accidente—es el síntoma de un sistema enfermo. Pero hay curas posibles:
Transparencia radical, como en Estonia, donde cada peso público puede rastrearse en línea.
Justicia real, con confiscación de bienes a corruptos, como se hizo con la Mafia en Italia.
Memoria activa, para recordar siempre los nombres de las víctimas, no de los victimarios.
El camino es largo, pero no imposible. Porque al final, la pregunta no es si el saqueo terminará—sino cuánto más estamos dispuestos a perder antes de decir "basta".
Este no es solo un ensayo. Es una elegía por el país que pudimos ser, y una advertencia sobre el país en que nos estamos convirtiendo.
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