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Luz y sombra en la copa: la cerveza como espejo de la dualidad humana

  • Foto del escritor: Einjander
    Einjander
  • 18 may
  • 4 Min. de lectura

Hay una dialéctica milenaria que no ha perdido fuerza, sino que, como el buen mosto, fermenta silenciosa en los rincones del lenguaje, la música y la literatura: la eterna contienda entre la cerveza clara y la oscura. Este no es un dilema vulgar de preferencias gastronómicas, sino una grieta ontológica que divide a los hombres entre Apolo y Dionisio, entre la transparencia solar del día y la densidad abismal de la noche. Porque hablar de cerveza no es hablar solo de cebada y lúpulo, sino de metáforas encarnadas, de pasiones filtradas, de identidades que se afirman en la espuma dorada o en la negrura misteriosa de una porter.


Ya en los himnos báquicos de los pueblos germánicos, cuando la palabra aún era fuego y rito, la cerveza servía como puente entre los mundos: lo tangible y lo espiritual, lo sobrio y lo desbordado. El poeta medieval, que alzaba la jarra no solo para ahogar penas sino para invocar musas, lo sabía bien. Y siglos después, Charles Bukowski, en su altar de excesos y lenguaje desgarrado, seguiría bebiendo esa ambrosía proletaria, entregado tanto a la rubia liviana como a la oscura amarga, sin jurar fidelidad a ninguna, pues para él, toda cerveza era un poema de decadencia y deseo.


La cerveza clara, desde la perspectiva estética y simbólica, ha sido retratada como lo ágil, lo joven, lo risueño. Aparece en canciones de verano, en las novelas costumbristas donde la juventud ríe bajo el sol, en los cuentos donde los personajes escapan del tedio urbano para encontrarse a sí mismos en playas de espuma y trigo. En la poesía de autores como Raymond Carver o en las canciones de Joaquín Sabina, la cerveza clara representa ese instante de luminosa banalidad en que todo parece estar bien, aunque dure solo lo que dura el último sorbo. Es la promesa de lo liviano, la experiencia sin culpa, el placer de la inmediatez.


En cambio, la cerveza oscura se manifiesta como una forma de filosofía líquida. Su textura densa y su sabor ahumado invitan a la introspección, al silencio compartido, al diálogo que se alarga en la penumbra. Es la bebida que uno se sirve cuando ha decidido que la noche será larga y que algunas preguntas no deben tener respuesta. Autores como Edgar Allan Poe, Jorge Luis Borges o incluso Hermann Hesse, en sus pasajes más sombríos, se acercan a este símbolo líquido no como consumidores, sino como alquimistas del alma. Es en la cerveza oscura donde el existencialismo se sirve frío.


El cuentista moderno, ese arquitecto de atmósferas, no puede ignorar lo que su personaje bebe. Y cuando elige cerveza, el color importa. El hombre que pide una lager en el relato de Carver es diferente al que bebe una stout en una historia de Joyce. No son elecciones al azar, son marcas de carácter. Así, la dicotomía no se limita al sabor ni al cuerpo de la bebida, sino que se convierte en clave narrativa, en símbolo silencioso que el lector avezado sabrá interpretar. La cerveza es entonces una prolongación del alma, un acto de elección estética que revela deseos y heridas.


En la música, la separación también es perceptible. La cerveza clara, con su burbujeo feliz, es compañera de los géneros festivos, del pop desenfadado y del corrido fronterizo donde la alegría es siempre provisional. La oscura, en cambio, acompaña al blues, al jazz nocturno, al bolero susurrado desde un rincón del bar. Mercedes Sosa no habría cantado con el mismo temple si en lugar de vino o cerveza negra le hubiesen ofrecido una pilsner. Hay tonos que sólo se alcanzan desde la gravedad, y la cerveza oscura es esa gravedad hecha trago.


Pero la pregunta, inevitable y provocadora, permanece: ¿cuál es la mejor? No existe una respuesta unívoca, como no la hay para el dilema entre el día y la noche, entre el cuerpo y el alma, entre el arte ingenuo y la metafísica. Lo que sí puede afirmarse, en cambio, es que la cerveza oscura, en su complejidad, en su bouquet de notas tostadas, en su melancolía espesa, ofrece al espíritu sensible una experiencia más plena. Es más lenta, más honesta, menos complaciente. Exige del bebedor un temple distinto, una disposición más madura. La clara encanta, pero la oscura revela.


Sin embargo, en la dialéctica de los opuestos, ninguna elección debe abolir a la otra. Así como el alma humana contiene tanto sombra como claridad, así también la cultura cervecera necesita de ambos extremos para expresarse. La rubia y la morena, la leve y la grave, la risa y el suspiro. En la obra de autores como Roberto Bolaño o en los acordes de Leonard Cohen, la cerveza—ya sea clara u oscura—sirve como metáfora de lo que no puede decirse: el paso del tiempo, el peso de los recuerdos, la íntima lucha por permanecer en pie.


Es, finalmente, el lector, el bebedor, el oyente, quien debe decidir cuál le habla más hondo. Pero que no se diga jamás que una es mejor sin haber escuchado a la otra. Porque, como en toda dicotomía poética, es en el contraste donde nace el sentido.

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