Madres impensables: amor y crueldad
- Einjander
- 10 may
- 6 Min. de lectura
Introducción
En los rincones más profundos de la literatura universal, la figura materna se erige como símbolo, como misterio, como contradicción. Ninguna otra imagen, salvo quizás la del Dios ausente, ha cargado con tantas ambigüedades. La madre en la literatura no es solamente la fuente de vida; es también el abismo de la muerte, la llama que abriga y la que calcina. En ese doblez entre Eros y Tánatos, la madre literaria se revela como una figura impensable: amorosa hasta la locura, cruel hasta el espanto. Hoy, proponemos una travesía por esa geografía simbólica, trazando los contornos del arquetipo materno en sus formas extremas: desde el amor absoluto que desafía las leyes naturales hasta la crueldad insospechada que escapa a toda lógica moral.
La tesis que guía esta reflexión sostiene que la literatura nos ha legado los retratos más extremos de la maternidad, no como una deformación de la realidad, sino como una forma de desvelar su verdad más honda. En su núcleo, toda maternidad es impensable porque se sitúa en el límite de lo humano: allí donde la entrega puede alcanzar la obliteración del yo, y donde la violencia puede nacer del exceso de amor, del deseo de moldear, de la imposibilidad de soltar. Esta contradicción fundamental da lugar a personajes cuya mera existencia parece desafiar nuestro entendimiento, nuestras categorías éticas, nuestra lógica emocional. De Medea a Sethe, de la madre de Gregor Samsa a la Señora Bennet, la literatura no ha dejado de explorar este misterio.
I. La madre como fuego sagrado: amor que quema
Uno de los paradigmas más conmovedores de la madre amorosa hasta el extremo es Sethe, protagonista de "Beloved" de Toni Morrison. Sethe encarna la tragedia de una madre esclava que, enfrentada a la posibilidad de que sus hijos sean capturados y devueltos a la esclavitud, decide matarlos antes de permitir que esa deshumanización los alcance. Este acto, que en cualquier otra circunstancia parecería monstruoso, es presentado por Morrison como el clímax de una lógica amorosa que transgrede todo límite. "Fue el mejor acto de amor que pude ofrecer", parece decir Sethe al lector, y con ello nos obliga a replantear nuestras nociones sobre el bien, el mal, la libertad, el sacrificio.
Este amor trágico y feroz encuentra eco en la figura de la Madre Coraje de Bertolt Brecht. Aunque aparentemente menos impulsada por el afecto y más por el instinto de supervivencia, Madre Coraje acompaña a sus hijos por los campos de batalla de la Guerra de los Treinta Años, intentando protegerlos del caos, y fracasando una y otra vez. El drama no está en su fracaso, sino en su obstinación: en su negativa a abandonar a sus hijos incluso cuando todo indica que ello les traerá la muerte. El amor materno aquí se expresa en su forma más sorda, más ciega, más perseverante. La guerra no la quiebra, pero tampoco la redime. En Madre Coraje, la maternidad es resistencia inútil, fidelidad al sinsentido.
II. La madre como devoradora: crueldad sin medida
En el otro extremo del espectro, la literatura nos ha legado madres cuya crueldad supera el entendimiento. Pensemos en Medea, la madre infanticida de Eurípides, quien asesina a sus propios hijos como venganza contra Jasón, su amante traidor. Medea no es simplemente una mujer despechada: es una extranjera, una hechicera, una madre que no obedece al orden patriarcal. Su crimen es una transgresión total, no solo contra el amor maternal, sino contra el principio mismo de continuidad humana. Y, sin embargo, en su mirada encendida, en su verbo apasionado, no hallamos remordimiento. Solo furia y lógica: "No permitiré que se burlen de mí". La maternidad, en Medea, se vuelve poder absoluto: el poder de dar y quitar la vida.
Más sutil pero igualmente devastadora es la madre de Gregor Samsa en "La metamorfosis" de Franz Kafka. Su crueldad no se manifiesta en actos violentos, sino en su incapacidad para amar a su hijo transformado. Gregor, convertido en lo que se nos describe como un insecto, espera de su madre comprensión, ternura, reconocimiento. Pero ella, aunque intenta en algunos momentos cuidar de él, finalmente se suma al rechazo que la familia le impone. Esta forma de crueldad —la indiferencia, el abandono, el no ver— es quizá más cotidiana, pero no por ello menos impensable. Kafka nos muestra que no hace falta matar para destruir; basta con dejar de mirar.
III. El arquetipo materno y la tensión mítica
En términos mitopoéticos, la madre ocupa un lugar de ambigüedad sagrada. La diosa madre de las antiguas culturas —Isis, Deméter, Cibeles— es tanto dadora como destructora. En la mitología griega, Deméter hace florecer los campos cuando está feliz, pero cuando le arrebatan a su hija Perséfone, la tierra se vuelve estéril. Esta oscilación entre fertilidad y desolación atraviesa toda representación literaria de la maternidad: la madre es fecunda si se le honra; vengativa si se le hiere. La maternidad, en esta lectura, no es un estado emocional sino una fuerza cósmica.
Este carácter mítico de la maternidad resurge en obras contemporáneas como "Carrie" de Stephen King, donde la madre de la protagonista, una fanática religiosa, encarna una forma distorsionada del arquetipo de la madre protectora. Su obsesión por salvar el alma de su hija la lleva a infligirle abusos físicos y emocionales. Margaret White no odia a Carrie: la ama en un sentido que solo puede describirse como apocalíptico. En ella, la maternidad es exorcismo. La adolescente, al final, se rebela incendiariamente, como si el parto se completara con sangre y fuego.
IV. Maternidades amorosas que rozan la irrealidad
En contraposición a estas figuras abismales, existen en la literatura madres cuya bondad, entrega y ternura parecen casi milagrosas. Marmee March en "Mujercitas" de Louisa May Alcott es una madre que guía a sus hijas con paciencia infinita, sabiduría, amor profundo y una inquebrantable fe en la bondad humana. En un mundo donde la guerra civil amenaza con destruir todo, Marmee es la roca firme, el alma de la familia. Su bondad no es ingenua: es una elección espiritual, un modo de vivir que implica renuncia, comprensión, y una ética compasiva.
Lo mismo ocurre con la señora Ramsay en "Al faro" de Virginia Woolf, cuya maternidad se extiende no solo a sus hijos, sino a todos los que la rodean. Su mera presencia ordena el caos, su mirada consuela, su palabra redime. Y, sin embargo, Woolf deja claro que esta figura no es inofensiva: hay en la señora Ramsay una voluntad poderosa, una fuerza de organización simbólica que estructura todo el universo doméstico. Su maternidad es sacrificial, sí, pero también soberana.
V. La madre como tragedia del lenguaje
Si algo tienen en común las madres impensables de la literatura es que todas existen en una dimensión donde el lenguaje se quiebra. No hay palabras suficientes para explicar por qué Medea mata, por qué Sethe ama matando, por qué Margaret White castiga, por qué Marmee perdona. La maternidad, al situarse en el umbral de lo inefable, desafía el logos. Como señala Julia Kristeva, lo materno pertenece al orden de lo semiótico, de lo pulsional, de aquello que precede al lenguaje articulado. Por ello, cada madre literaria es también un poema trágico: una tentativa de decir lo indecible, de contener lo informe en la forma del relato.
VI. Entre la piedad y el horror: una lectura ética
¿Qué nos dice la literatura cuando nos muestra madres así? ¿Qué quiere que comprendamos? Tal vez que la maternidad no es un estado natural, sino una construcción simbólica que puede ser redentora o monstruosa, según el contexto, la historia, el deseo. Tal vez que toda madre contiene, en potencia, ambas dimensiones: la Marmee y la Medea, la que abraza y la que castiga. No para sugerir que todas las mujeres son peligrosas, sino para recordarnos que la maternidad, como cualquier vínculo humano radical, toca lo sagrado, lo oscuro, lo impensable.
Y en este umbral se sitúa también el lector, que debe decidir si juzga o comprende, si condena o se deja sacudir por la ambigüedad. Tal vez el verdadero acto ético no sea dictar sentencia sobre Sethe o Medea, sino aceptar que hay actos de amor que parecen crímenes, y actos de odio que se visten de ternura. La literatura no absuelve, pero ilumina. No dicta moral, pero revela los abismos.
Conclusión
La figura de la madre en la literatura es un espejo roto donde se refleja lo más profundo del alma humana. En sus versiones más extremas —la madre que ama hasta el sacrificio, la que hiere desde el amor, la que abandona desde el miedo, la que abraza desde la esperanza— nos encontramos con la imposibilidad de clasificar, de reducir, de explicar. Porque lo materno, cuando se convierte en relato, ya no es una función biológica, ni siquiera un rol social: es una metáfora del límite. Allí donde las categorías de bien y mal se funden, donde el lenguaje se ahoga, donde el amor y el horror se abrazan.
Quizá por eso la literatura sigue volviendo una y otra vez a estas madres impensables: para recordarnos que lo humano no cabe en lo previsible, que el amor es también un campo de batalla, y que en el corazón de toda madre —real o ficticia— late un misterio que ni la filosofía ni la psicología han terminado de descifrar. La madre, como la palabra poética, es una grieta por donde se filtra lo sagrado. Y en esa grieta, el lector encuentra su más íntima verdad: la de haber sido amado, herido, salvado —todo a la vez— por una figura imposible de nombrar sin estremecerse.
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