Religión con un dios redondo
- Einjander
- 14 may
- 3 Min. de lectura
En las gradas de un estadio abarrotado, bajo el sol inclemente o la lluvia pertinaz, miles de almas gritan en éxtasis colectivo. No rezan, pero cantan himnos. No adoran a un dios, pero veneran a sus ídolos. No están en un templo, pero el estadio es su catedral. Esta escena, repetida cada fin de semana en todo el mundo, nos revela una verdad profunda sobre la condición humana: el fútbol ha trascendido su naturaleza de mero deporte para convertirse en una de las fuerzas psicológicas y sociales más poderosas de nuestro tiempo.
La pasión futbolística se instala en nuestra mente con la misma profundidad que las creencias religiosas o políticas más arraigadas. No es casualidad que en muchos países se hable del fútbol como "la religión del pueblo". Como observó acertadamente el escritor uruguayo Eduardo Galeano, "el fútbol es la religión secular que más fieles congrega". Pero ¿qué mecanismos psicológicos explican esta devoción casi irracional? ¿Por qué un juego que consiste esencialmente en hacer pasar un balón por un arco puede generar emociones tan intensas, lealtades tan férreas y, en ocasiones, violencia tan desmedida?
Desde una perspectiva psicológica, el fútbol satisface necesidades humanas fundamentales. Sigmund Freud hablaba de la importancia de los mecanismos de identificación y pertenencia grupal. Carl Jung exploró el concepto de inconsciente colectivo y de arquetipos compartidos. Ambas teorías encuentran en el fenómeno futbolístico un campo fértil para su aplicación. Cuando una persona se identifica con un equipo, no está simplemente eligiendo un pasatiempo; está adoptando una identidad secundaria que le proporciona un sentido de pertenencia y propósito.
El filósofo francés Albert Camus, quien fue arquero en su juventud, reflexionó profundamente sobre este fenómeno. En sus escritos, sugería que el fútbol, como el teatro griego antiguo, ofrece a las masas una catarsis emocional, una válvula de escape para las tensiones cotidianas. Esta idea se conecta con las teorías de René Girard sobre el chivo expiatorio y la violencia ritualizada. El estadio se convierte así en un espacio sagrado donde se pueden expresar emociones primarias - alegría, rabia, frustración - dentro de un marco socialmente aceptado.
Pero la analogía religiosa va más allá. El fútbol posee todos los elementos que caracterizan a un sistema religioso: tiene sus templos (los estadios), sus rituales (los cánticos, las porras), sus reliquias (las camisetas de los ídolos), sus textos sagrados (las estadísticas y los récords), sus sacerdotes (los entrenadores y comentaristas), sus mártires (los jugadores lesionados) y hasta sus herejes (los jugadores que se cambian al equipo rival). Incluso tiene su escatología: la promesa de la salvación (el próximo campeonato) y el temor al infierno (el descenso).
Esta estructura religiosa explica por qué el fanatismo futbolístico puede alcanzar niveles tan extremos. El psicólogo social Henri Tajfel demostró cómo el mero hecho de dividir a las personas en grupos arbitrarios (aun cuando saben que la división es artificial) genera inmediatamente lealtades grupales y hostilidad hacia el otro grupo. En el fútbol, donde las divisiones no son arbitrarias sino cargadas de historia y significado, este efecto se multiplica exponencialmente.
La política no ha sido ajena a este fenómeno. Desde los emperadores romanos que organizaban juegos para distraer a las masas hasta los regímenes modernos que han usado el éxito futbolístico para ganar popularidad, el poder siempre ha entendido el potencial del fútbol como herramienta de control social. Pero también ha servido como arma de resistencia: desde los jugadores africanos que usaron su éxito para luchar contra el apartheid hasta los equipos palestinos que siguen compitiendo pese a la ocupación.
En el plano individual, la neurociencia ha demostrado que los goles y las victorias activan en nuestro cerebro los mismos circuitos de recompensa que se estimulan con el sexo, las drogas o la comida. La dopamina fluye, generando una sensación de euforia que puede volverse adictiva. Esto explica por qué los aficionados son capaces de hacer sacrificios económicos importantes para seguir a su equipo, o por qué la derrota puede sumirles en una depresión genuina.
El antropólogo Clifford Geertz nos enseñó que para entender una cultura, debemos analizar sus rituales más que sus discursos oficiales. Si aplicamos esta lógica al mundo moderno, el fútbol emerge como uno de los rituales colectivos más significativos de nuestra era. En una sociedad cada vez más individualista y digitalizada, el estadio sigue siendo uno de los pocos espacios donde se experimenta la comunión emocional en carne propia, donde miles de personas pueden sentirse parte de algo más grande que ellas mismas.
Al final, quizás la grandeza del fútbol resida precisamente en su aparente frivolidad. Como escribió Camus: "Todo lo que sé con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol". En un mundo lleno de dogmas rígidos y verdades absolutas, el fútbol nos recuerda que a veces las cosas más importantes son aquellas que, en el fondo, no deberían importar tanto. Pero importan. Y quizás sea esa paradoja la que mejor define nuestra humana condición.
.jpg)

Comentarios